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domingo, 30 de noviembre de 2014

YO QUERIA SER MAQUINISTA



A pesar de ser consciente de la realidad que me rodea, reconozco que jamás llegue a pensar que todo iba a acabar de esta manera. Yo tenía otros planes, pero la tendencia de las familias humildes como de la que yo desciendo, era destinar el poco capital que conseguían como proletariado mal pagado, íntegramente para los estudios de los hijos. Siempre con la única intención de que los hijos no pasaran las penurias, casi analfabetas, y pudieran ser personas de provecho, con conocimientos. La moda, por llamarlo de alguna manera, era tener los suficientes estudios como para poder presentarte a alguna oposición de funcionariado, ya que era un trabajo fijo y seguro. No me estoy inventando nada, por lo menos en mi entorno y nivel social, lo ideal era sacar una plaza de cartero en el pueblo, maestro o algo similar. No creo que a mi padre después de venir de trabajar de sol a sol en el campo, se sentara a la mesa para comerse el único plato caliente del día y pensara—mi hijo tiene que ser empresario--. Lo más probable era que ni siquiera tuviera tiempo, en un rato debería volver a coger la azada para ponerse al tajo. Las que pensaban eran las madres, que también tenían que trabajar en el caso de que fueran varios hijos los que debían estudiar, además de encargarse de todo lo demás y cuando digo todo lo demás, me refiero a todo lo demás.
Y eso pasó, fue mi madre la que pensaba en las oposiciones para funcionario, algo que permitiera llevar una vida digna. Pero yo quería ser ingeniero y estudiaba para serlo, con unas notas muy buenas pero sin llegar a ser brillantes. Entonces llego el momento, la oposición perfecta era hacer la mili en ferrocarriles, para luego tener un trabajo fijo. El entorno era perfecto, mi madre había sido guardabarreras en los años cincuenta y teníamos muchas conversaciones relacionadas con temas ferroviarios. Acepté el reto y lo compagine con lo que eran los estudios que yo prefería.
La vida de las personas está llena de “un antes y un después”, cosas que pasan y ya nada vuelve a ser igual nunca más. Así ocurrió, aprobé los malditos exámenes de oposición. No sé si por mi apellido (no creo que los ideales de mi padre fueran del gusto burgués), porque mi madre fue guardabarreras, o más bien porque los exámenes tenían un nivel de octavo de EGB. Eso descubrí después, gente con estudios atrapada, vestidos de azul y desfilando con un arma que parecía pesar una tonelada, pocos hijos de guardabarreras me encontré.
Allí empezó todo o acabo todo, muchas veces me planteo esta cuestión mentalmente y tiene
difícil respuesta, nunca podre saber qué hubiera pasado de no aprobar aquella oposición. Todo sería más sencillo de poder ver el futuro ¡no te jode!
Decidido, dejo atrás mis estudios y un trabajo de verano en la playa de Gandía que me daba para piezas electrónicas y revistas especializadas que complementaban mis estudios, mientras a pocos metros mis amigos seguramente disfrutaban de la playa. El sueño de cualquier adolescente en verano, estar a unos metros de la playa y no poder disfrutar de ella.
A lo que voy, con el examen aprobado, tengo que elegir tres modalidades: Movimiento, Tracción o Trenes. Ahí ya me pillas ¿Qué hago? Movimiento son estaciones, Tracción serán maquinistas y Trenes ¿Qué demonios es Trenes? Sin conocer mucho sobre el tema, elegí Trenes y a la aventura.

                                    YO QUERIA SER MAQUINISTA
Poco tiempo tardé en perdonarle a mi madre que se hubiera preocupado, con toda la buena intención de una madre,  por que tuviera un futuro como persona honrada y con un trabajo digno. Justo el tiempo que tarde en decidir, como un gilipollas, que ya no iba a estudiar más y que iba a tirar todo lo que ya había avanzado al cubo de la basura.
 Me hice ferroviario. Lo sé, suena raro pero antes nos llamaban así. Sin tener aun los 20 años, me veo saltando de la locomotora en marcha para cambiar agujas en Altos Hornos de Vizcaya, enganchando vagones de carbón, mineral de hierro y contenedores para formar trenes mercancías larguísimos que acompañaba, algunas veces de pie en la cabina, por los frondosos bosques de eucaliptos del norte de España. Realizando la intervención en ruta de trenes de viajeros, encajonado en un uniforme azul de militar, con una gorra acartonada que imposibilitaba el aireo de lo que, años después, fue una alopecia inevitable y legendaria entre los varones de mi estirpe.
Ya entonces veía con admiración a aquel señor que manejaba la locomotora y que no tenia pinta de tener muchos estudios, pero que me parecía un sabio. Era el maquinista. Unas veces con mono de mecánico de taller de coches y logotipo de FEVE, otras de paisano. Limpios, sucios como marranos, con la bola de cotón en la mano o unos guantes de enganchar, negros como el carbón de los vagones que yo enganchaba. Así iba yo también, pero yo no tenía aquel glamur que tenía el maquinista. En ocasiones íbamos los dos tan sucios como los puercos, pero el maquinista era el que mandaba. A veces te nombraban como el jefe del tren, pero de jefe nada, se hacia lo que sabiamente decidía el maquinista  y a callar. Pero a callar contento, porque cada día era un disfrute diferente, algo nuevo aprendías y si se terciaba, no faltaba la risa o la carcajada entre nosotros. Cada uno sabia su papel y el mío, sin duda, era aprender y empaparme de la sabiduría de aquel señor, que por cojones era infinitamente más capacitado que yo. Era RESPETO, esa palabra que últimamente se le da poca importancia en nuestra sociedad. Esa palabra es la primera que pienso cuando recuerdo ir en la locomotora de tren de mercancías rebosando mineral de hierro conducida por alguno de los hermanos Del Blanco Miguel u otros tantos maquinistas de FEVE que a pesar de recordar sus caras, he olvidado sus nombres. Como seguramente ellos habrán olvidado el mío, porque yo no era nadie, solo un niñato de “academia” que hacía lo que le mandaban, porque por muchos estudios que tuviera, era un ignorante en aquel mundo. Eso sí, un ignorante ilusionado, trabajador y respetuoso con aquellos que sabían muchísimo más que yo, aunque no supieran cual era la capital de Liberia. La experiencia era la que infundía mas respeto aun, esos señores seguramente estaban curtidos en mil batallas ferroviarias, yo no les llegaba ni a la suela de los zapatos, ni siquiera lo pretendía. En ocasiones, al principio también venían compañeros míos que habían elegido la opción de Tracción, como Ayudantes de Maquinista. De mi edad pero con otras expectativas, su comportamiento era similar al mío, RESPETO. El maquinista mandaba y nosotros escuchábamos, lo malo en estas ocasiones era que, obligatoriamente, uno de los tres iba de pie en la locomotora y siempre era alguno de los dos niñatos, por supuesto.
Pasaron los años y me vine a mi tierra. No había trenes de mercancías por lo que me enquisté en la categoría de Interventor en Ruta. Una tarea mas cómoda físicamente, pero muy castigada mentalmente por el avance imparable de la falta de respeto y la tontería humana de la sociedad en general. También teníamos estrecha relación con el maquinista y ya te podías encontrar algunos de ellos con tu misma edad, aquellos que en la primera elección, escogieron Tracción. El respeto era el mismo. ¿Por qué digo esto? Lo digo por los viajeros que viajaban en los trenes. Independientemente de la edad que tuviera el maquinista, cualquier problema que tuviera yo pidiendo billetes, no se resolvía igual si acababa saliendo el maquinista de la cabina. Si tenía que salir el maquinista porque no recibía la señal de tren dispuesto y era debido a un problema con algún viajero, se podía liar parda. El maquinista era el dueño y señor en el manejo de estas situaciones, si salía de la cabina, todo el mundo firmes. Así lo recuerdo yo y así era generalmente el maquinista entonces, infundía mas temor si salía de la cabina, que cualquier vigilante uniformado de los de ahora.
Cuando la situación empeoró, mi trabajo cada vez era más delicado, resultaba costoso pedir los billetes y sonreír, mientras un energúmeno te estaba llamando hijo de puta.  Yo quería ser maquinista, pero quizás había dejado pasar varias oportunidades y estaba en un momento que no iba a ser fácil.

Acabé de rebote e injustamente, a pesar de lo que piensan algunos, como maquinista, pero del tranvía. Había cambiado mocos por babas. Ni de lejos era lo que yo pensaba sobre ser maquinista. No abandone el problema de los viajeros que tanto me asqueaba y no había conseguido la categoría de maquinista que anhelaba. Con todo el respeto del mundo, pero yo me sentía el chofer del autobús o el encargado de poner la atracción de feria en marcha. Y no lo digo por menospreciar su labor, que doy fe de que es importantísima, porque estuve siete larguísimos años realizándola. Pero yo no quería eso, yo quería ser maquinista.
Al final conseguí serlo, no con ERE de por medio, ni con mejora de empleo ni nada similar. Fue presentándome en régimen interno para cubrir unas plazas de maquinista, realizando todas las pruebas que en ese momento eran necesarias. De la misma manera que consiguieron ser maquinistas muchos de los compañeros que ahora están conmigo. Se puede comprobar que he dicho muchos en vez de todos, como me hubiera gustado decir. Llegó el día en que solo Dios, bueno no solo Dios, es de dominio público el porqué, cualquiera podía ser maquinista. Cuando digo cualquiera, me refiero incluso a cualquier persona contratada y que antes se dedicaba a vender seguros, por poner un ejemplo. ¿Esto es bueno, es malo? Pues no sabría responder, lo que sé es que se han perdido todos los valores que para mi representaba un maquinista experimentado. Y no quiero entrar en detalles porque me tacharan de insolidario o dirán que a mí me regalaron algo, cosa que no es cierta y lo puedo probar.
La figura del maquinista se ha deteriorado tanto, que se ha convertido en el eslabón perdido del ferrocarril en la empresa “ferroviaria” donde trabajo. Todo esto es mi opinión y al que no le guste que se aguante. Viene precedida de un comentario privado que me hizo un compañero hace unos días. Sin discusión previa, sin alusiones concretas, me dijo algo que me hizo meditar otra vez todas estas cosas. Dijo algo así como—todos estos niñatos deberían arrodillarse cuando pasamos nosotros—Esto sacado de contexto puede sonar mal, pero yo estoy totalmente de acuerdo y se exactamente a lo que se refería, no es ninguna barbaridad.
Me imagino a mi mismo levantándole la voz a Valeriano o a Laudelino mientras conducía su locomotora, dándole lecciones sindicales a Alberto Pérez maquinista de FEVE en Bilbao o discutiéndole algún tema laboral a Lázaro en Luchana;  me entra el canguelo solo de pensarlo. Y pedía consejo hasta para la mezcla del bocadillo si hacía falta y no era por miedo, era por RESPETO.
Yo no sé si nosotros mismos nos lo hemos buscado, si es lo mejor que nos podía pasar y si en realidad lo merezco por pardal, pero yo quería ser maquinista y he acabado siendo un maldito chofer; despreciado por clientes, ignorado por superiores, pisoteado por jóvenes con meses de experiencia de maquinistas y asqueado, totalmente asqueado, de tanta tontería. Soy más joven que aquellos maquinistas que idolatraba y me siento un anciano.
¡Maldita sea!
Por favor, que alguien busque respeto en el diccionario. No busques la capital de Liberia, ya te digo yo que es Monrovia.

sábado, 29 de noviembre de 2014

COMO MOLA MI TRABAJO 6 Confort



Como mola mi trabajo. Es algo que no se puede explicar con palabras, hay que vivirlo para saber lo que mola de verdad. Oye tu ¡es una cosa! A quien no le mola manejar un convoy articulado por las entrañas de la ciudad. Como mola disfrutar como un niño de los paisajes hipnóticos de cada recorrido. Como mola la ilusión óptica que provocan los fogonazos fluorescentes y bajar la ventanilla de tu espacioso habitáculo de conducción, para gozar la sinfonía embriagadora del sonido ambiente del exterior, sobre todo a una velocidad de 80 Km/h. Pero si eso mola, no te puedes imaginar lo que mola vivir todas esas impagables sensaciones con conducción automática. ¡Madre mía como mola la conducción automática! Como mola el ATO, que gran invento. Como molaría que le dieran alguna distinción científica al lumbreras que fue capaz de adaptar un sistema tan complejo y sofisticado que hasta ahora solo había sido probado en elevadores, montacargas y ascensores, para conseguir que funcionara de manera horizontal y no en vertical. Espera, espera, que me acabo de acordar; no sé si es el mismo lumbreras, pero si no es el mismo, deberían darle otro premio nobel al que invento las señales azules. Ese otro invento tan exitoso que permite tener más de un ascensor en el hueco por donde circula y en el tramo de dos pisos consecutivos. Por el amor de Dios, esto sí que es la madre de todos los inventos. Que hubiera sido de la humanidad si a este señor no se le ocurre que se podía tener más de un tren parado en la placentera y tranquilizadora oscuridad de un túnel metropolitano y encima regularlo, sin ninguna ambigüedad aparente, con una señal luminosa de atractivo color azul. Me mola, me quito el sombrero. Pero no me mola ser tan egoísta, si hay una cosa que mola que te cagas, es que lo disfruten los clientes y no yo, porque al fin y al cabo estoy trabajando y no puede parecer que me mola mi trabajo, ganando un pastón y con cinco años seguidos subiéndome el sueldo, sería un suicidio laboral. De puertas hacia afuera, utilizo el tópico de que casi nadie disfruta trabajando, no deben enterarse que a mí me mola.
 Como molan los que aprovecharon la oportunidad del bajo coste económico del ATO, casi regalado, para incorporarlo a mi trabajo y que yo pudiera disfrutarlo. Esos dos o tres pobres desconocidos, con un sueldo miserable y que a pesar de todo tienen ideas tan brillantes. Por cierto, chapó por uno de esos poquísimos humildes directivos brillantes, mal pagados, que se le ocurrió el slogan para vender el producto a nuestros clientes. Que derroche de imaginación, ilustrar una cabina de tren vacía, puntualizando que no lo ves pero que pronto lo sentirás ¿el qué? Te preguntaras. Pues muy sencillo, clientes de todas las edades, religión y condición, van a disfrutar del infinito mundo sensorial que proporcionan las cuatro palabras mágicas del transporte suburbano: Confort, Regularidad, Seguridad y mí preferida, Sostenibilidad. Y si eso ya es para flipar, imagínate que puedes saborearlo mientras trabajas.
Es que me vengo arriba, como mola mi trabajo, no puedo reprimir las ganas de chinchar y dar envidia. Como mola la conducción automática, como mola el ATO. Hoy me voy a centrar en una de esas sensaciones que puede disfrutar cualquier cliente, solo por pagar el irrisorio precio que cuesta un billete para viajar: el Confort.
¿Qué es el confort? Y tú me lo preguntas, confort eres tú. No, en serio, confort es lo que produce bienestar y comodidad. Como mola, no se podría definir mejor lo que produce la conducción automática en mi trabajo. Anda que no mola disfrutar de una parada inesperada, tremendamente suave, en cualquier momento del viaje o disfrutar de los escasísimos 6 o 7 segundos para detenerse en una parada que si esperabas. Por cierto, estos pocos segundos son tan insignificantes, que ningún cliente pierde la paciencia e intenta arrancar la manivela de la puerta para bajarse en marcha. Eso nunca, la paciencia es una de las principales virtudes de los clientes de donde trabajo, junto con el respeto, amabilidad y cortesía.
Porque eso si que mola de verdad, pero de verdad, descubrir espontáneamente y sin presión, como disfruta el cliente. ¿Cómo no va a disfrutar? hasta yo disfruto de ese confort que proporciona el recorrido entre Xativa y Colon. Como mola el confort de la conducción automática cuando sales de Xativa con la señal en ámbar y automáticamente el convoy intenta adquirir una velocidad de 60 Km/h y a los pocos metros intentar rebajar a 30 Km/h para que en dos segundos cambie la señal de entrada a Colon y, también automáticamente, acelere para coger los 60 Km/h, para seguidamente, volver a frenar reduciendo placenteramente la velocidad otra vez, porque el tren de delante sigue parado en la señal de entrada de Alameda. Si esto no es confort, que venga Dios, otra vez, y lo vea, que venga en metro si tiene posibilidad, porque mola que es una divinidad. Pero si eso mola, no te puedes imaginar lo que mola si en la misma situación anterior, el tren de delante sigue en la parada de Colon y no en la señal de Alameda. Esto es el súmmum del confort, cuando la conducción automática decide inteligentemente que tiene que parar enseguida, sin ni siquiera acercarse a la señal por si acaso. No se puede explicar con palabras, hay que experimentarlo. Fíjate, yo creo que los clientes pagan poco por el billete para viajar, me parece desproporcionadamente generoso proporcionar tanto confort, por tan poco dinero. Lo que más me mola es que como muchos clientes desconocen la existencia de la conducción automática, los muy ingenuos vienen a agradecérmelo a mí, el confort proporcionado. Algunos incluso se molestan en venir hasta la cabina para hacérmelo saber con muchísimo respeto, incluso cortésmente y hay algunos que te lo hacen saber solo con una mirada rebosante de amabilidad. Gracias a todos, no merezco tanto reconocimiento, es el tren solo quien les ha proporcionado tanto bienestar en el viaje. Algunos comentan lo orgullosa que debe estar mi madre de tener un hijo tan eficiente en su trabajo. Si, la nombran tanto que a mi madre le estarán pitando los oídos constantemente.
Qué más puedo pedir, no es necesaria tanta molestia en demostrarme la admiración que sienten, soy consciente de ese confort que disfrutan. Yo mismo lo vivo a flor de piel en cada convoy, en cada tramo y en cada viaje, constantemente disfruto de ese confort insuperable. Es una pasada.
Como mola mi trabajo, de verdad lo digo.  

sábado, 22 de noviembre de 2014

COMO MOLA MI TRABAJO 5 Tipo80



Como mola mi trabajo. En concreto, como mola mi trabajo los días de cursillo. Ese día que se puede ir sin uniforme y que lo más importante que se trata, suele ser el almuerzo. Mola que se llame cursillo de reciclaje, pero no se hable de cómo separar la basura. Como molan los días previos cuando algunos compañeros preguntan por lo que hay que llevar al cursillo y surgen todo tipo de bromas, descatalogadas en el club de la comedia. Hay que llevar un bolígrafo, hambre para el almuerzo, paciencia, todas molan. Este año me he inventado yo una nueva: hay que llevar pantalones con bolsillos, para meter las manos y no llevarlas sueltas. Si, ya lo sé, como guionista de humor no tengo futuro, porque te crees que soy maquinista.
Desde hace un par de años, pienso que estos días sirven para suministrarnos al proletariado trabajador de mi empresa, la dosis de burundanga para comulgar con ruedas de molino. Una sustancia muy de moda actualmente y que mola ver como los personajes que imparten los cursillos, dan la sensación de haber tomado una sobredosis. ¿En qué me baso para decir esto? Pues en el empeño que han demostrado algún año en que te tomes alguna de sus “gominolas” o caramelos que ofrecen. De verdad, sería más funcional que impregnaran la sustancia en billetes de diez euros. Como molaría, seguro que picamos todos. Aunque no me extrañaría que la esparcieran por el ambiente con aquella botella con líquido azul que se veía en una mesa al final de la estancia donde dan el cursillo, todo es posible. Y porqué se empeñan tanto, porque creo que a nadie se le escapa ya que muchas de las cosas que nos venden son milongas. Me explico, ha habido años que nos han contado historias sobre la comunicación, comparándonos con comunicaciones de piloto de avión y torre de control o cosas peores, basando el curso en un estudio realizado por no sé qué empresa y que seguramente habrá costado un dineral. O la repetición hasta aburrir de ciertas cosas o palabras que no parecen tener gran importancia. Para explicar esto, me voy a remitir al último cursillo de estos que hice días atrás.
Por circunstancias personales, últimamente me veo obligado a trabajar de tarde, lo que hace que pierdas la costumbre de los madrugones que lleva este sufrido trabajo. Pero por otra parte mola un montón que el día que madrugas, sea para ir al cursillo.
La cosa ya pintaba bien cuando me dirigía hacia el cursillo, desde el coche observaba la luna, atrapándome su mágico influjo. No estaba llena, estaba en Cuanto Mangante, pero aun así estaba muy bonita. Cuarto Menguante quería decir, no sé en que estaba pensando. Los primeros temas del curso eran como siempre los más soporíferos. Planes Espateticos y Proyectos IRIS que a pesar de sus bonitos nombres, solo son clases de catecismo empresarial puro y duro. Su catecismo claro. A mí me mola pasar el rato calculando la pela que se habrán gastado, pagando a algún amigo institucional para que los confeccione. Esta parte del curso es la más peligrosa, hay que estar atento para no quedar atrapado en sus artimañas hipnóticas. De hecho, yo mismo estuve en peligro de recibir un letal abrazo, lo salve con un rápido movimiento felino. Posiblemente hubiera significado el fin de mi dogma agorero o la administración, vía anillo con aguja inyectora, de la sustancia anteriormente nombrada. Un momento, no había dicho algo que puede condicionar el entendimiento de mis palabras. Que quede claro que yo soy pesimista, desconfiado, arrogante y muchas cosas más por el estilo, pero me mola. Ale ya lo he dicho, que cada uno elija el adjetivo que más se me acerque, porque no me preocupa lo más mínimo
El cursillo de noviembre de 2014 ha tenido como palabras influyentes dos muy concretas: parking y disfrutar. Un extranjerismo proveniente del inglés que significa estacionamiento y un verbo de la primera conjugación. Evidentemente yo tengo mi teoría y como soy un arrogante, pues es la que me mola.
Creo que la finalidad de utilizar tanto la palabra parking es que las paradas de la nueva línea de Ribarroja están a tomar por el culo de la civilización. Por eso cuando nos enseñaban la foto o el video de la parada, siempre decían—y aquí está el parking o detrás de eso está el parking o esta tiene el parking más grande--. Alguien me puede explicar qué demonios me importa a mí el parking de la parada. ¿Voy a bajar cada vez que pare para hacer de aparcacoches? No sé, pero me resulta extraño que insistan tanto en eso. Lo que mola es que no fue solo uno de los interlocutores, lo que invitaría a pensar en alguna obsesión suya, fueron todos los individuos que impartieron el cursillo. Muy extraño, para mi claro, porque seguramente no todos se dieron cuenta, al no estar dotados de una mente tan retorcida como la mía.
La otra palabra en cuestión fue—disfrutar—y esta estoy seguro que no fui yo el único que me di cuenta. Hace años se inventó el vocablo “tipo60” para diferenciar los trenes nuevos (UTA) de la recién abierta L1, con los trenes de Pont de Fusta que no pasaban de 40Km/h; pues bien, ahora hemos cambiado a “tipo80”, pero no consigo entender el empeño en repetir aquello de  --¡vais a disfrutar! ¿A disfrutar de qué? Supongo que se refiere a correr más y solo por eso discrepo. Hay quien disfruta a 40 km/h y de ahí no lo sacas. También a 60 Km/h. Quizás es una forma de hablar, pero a mí no me llega. De lo que estamos hablando y utilizando ese verbo, tengo que decir que en mi trabajo ya no disfruto con nada, salvo cuando me pagan a final de mes. Pero oye, cada uno que disfrute como quiera, incluso a 80Km/h si dan la opción.
Yo disfruto como puedo y cuando puedo digo—como mola mi trabajo—porque el que no se consuela es porque no quiere.
A mí me moló el cursillo. Me molo ver el arte callejero de los grafitis, los ojos y sonrisa pintada en un globo-farola, el pilar del puente con tantas meadas que cualquier día la corrosión, provocará que se hunda la carretera y unos cuantos aviones grandotes, que para un paleto como yo, es enriquecedor.
Pero lo que más, lo que más, una promoción de viviendas gigantesca, con un solo toldo en toda la urbanización (todas sin vender) y que ni siquiera han quitado el cartel que anuncia quien la financia: BANCAJA.
Como mola mi trabajo, de verdad.

sábado, 15 de noviembre de 2014

EL LEGADO



ACLARACION
Hace poco me encontré con un dilema. Siempre creí tener claro porque hacia esto. Escribía cosas, reflexiones, opiniones, criticas, algún que otro sucedáneo de relato, como manera de pasar el rato. Generalmente eran tonterías, mis tonterías, algo parecido a lo que he visto un montón de veces por la red. Gente que se hace una foto cada día en el mismo sitio y luego las junta seguidas, gente que le gusta viajar y compartir experiencias, incluso proyectos de video en you tube, que por cierto, algunos son muy buenos. Me importa un comino lo que piense cualquiera, lo tenía asimilado. Era mi mundo, mi parcelita. Estaba preparado para soportar la humillación de cualquier crítico literario, por desconocido que fuera. Del ninguneo de conocidos, lógicamente porque nunca llueve a gusto de todos. Pero ocurrió lo que no me esperaba, me encontré con una mala interpretación de alguien cercano respecto a la publicación de una de mis reflexiones. Posiblemente la publicación que más se acerca a una perfecta exteriorización de sentimientos y me encuentro con que, quien menos te lo esperas, lo entiende a su manera. Además, lejos de contentarse con su ignorancia, se atrevió a reprocharmelo.
Como era algo que jamás imagine, reaccioné de manera brusca, lo que me provoco un bloqueo mental sin precedentes. Cambié de pasatiempo y me dediqué a desbloquearme, muy entretenido también.
La publicación en cuestión es El Legado. Solo es un recuerdo de mi padre. Por estos días se cumple el aniversario del día que ocupo su lugar en camposanto. Cosa que por otra parte, el no hubiera aprobado si hubiera podido, pero claro, no podía hacer nada. Yo miraba el féretro en la iglesia y me imaginaba lo mucho que odiaba él esas situaciones. Seguro que se estaría mirando la hora y deseando que acabara, o se iría convencido de que no se le iba a echar de menos.
 Se equivocaba, yo sí que lo echo de menos.

                                                          EL LEGADO



Después de una noche de sueños en los que pilotaba naves espaciales y conocía seres extraños, me asomé por la ventana y al ver el radiante día que provocaba el cielo despejado comandado por un sol muy poderoso, me sentí infausto. Un desgraciado en una mañana aciaga, que aparta la realidad para quedar atrapado innecesariamente por un sentimiento de infelicidad. Algo irreal si recuerdas que tan solo horas antes, alguien ha envidiado tu equilibrada y envidiable existencia. Los recuerdos durante la mayor parte de la vida, son algo que se puede manejar a tu antojo. Tu mente puede borrar o esconder los malos recuerdos para no perjudicarte y resaltar los buenos para alegrarte. Puedes recordar aquel mal trago que pasaste pero apartarlo si te molesta. Incluso los recuerdos aparentemente buenos, manejarlos y resaltarlos si es necesario. Todos los recuerdos, buenos y malos, por mucho que uno se esfuerce  durante los años que tienes la capacidad de manejarlos, siempre acabaran formando y creando todo ese material onírico que alimentará tus sueños futuros. Esto es así, aunque yo no recuerdo haber pilotado naves espaciales.
Cegado por la claridad matinal, pensé en aquella solución tan recurrente de la varita mágica. Me imaginé aquello de tener una varita mágica y poder hacer desaparecer todo lo que no te gusta. Empecé a dar varazos. En un momento había eliminado todo lo malo, pero casi me había quedado solo, sentado en un pedrusco frente al mar. Con los dedos de una mano podia contar lo unico que habia salvado. Sentí un terrible temor que me estremeció. No podía ser, no puede quedar la soledad y la inmensidad del mar como únicamente valido o “no malo” Esta claro que la varita mágica no siempre funciona.
Entonces pensé que podría servirme como solución contarle a alguien lo que me había pasado con la dichosa operación varita mágica, pero ¿a quién? Mire a mi alrededor pero no había nadie a quien le importaran esas cosas, pero tampoco me importó demasiado, lo conté y punto.
Fue al día siguiente cuando vi las cosas de otra forma. Escarbando  trastos en la casa de mis padres, encontré la maleta que llevó mi padre a la mili hace cincuenta años. Una maleta de madera, reformada varias veces y con las iníciales de su nombre “V B” cerca de la cerradura, que ahora solo servía para conservar trastos que deberían estar en la basura hace tiempo. En la parte de dentro, donde clareaba la madera,  había un extenso texto que mi padre empezó a escribir en abril de 1944 y que lamentablemente con los años estaba casi ilegible. La primera frase se podía leer bien y decía—Voy a contarles la historia de mis viajes en compañía de mi dueño—De repente volví a verme en aquella piedra frente al mar, pero con sentimientos diferentes. Con recuerdos. Recuerdos que si hubiese querido, podría haber clasificado en categorías para obviar los que no me interesaban, pero no lo hice. Aquella maleta era lo único material de entre lo poco que humildemente me dejó mi padre, que realmente tenía un verdadero valor. Dentro de ella, una fortuna, lo más valioso que poseemos las personas, mucho más que cualquier cosa material; los recuerdos. Ese es el legado más importante que conservo de mi padre. Ni dinero, ni posesiones, nada se puede comparar a toda una vida de recuerdos.
Recordé cuando siendo un niño apareció aquella maleta de madera y como él relataba los detalles de su historia. Con su imagen en mi cabeza, recordaba cuando metía mi diminuto y flacucho cuerpo en el cajón del ciclomotor para llevarme a la playa. Aquellas horribles gorras de beisbol que llevaba y que le regalaban con productos agrícolas, que solo eran nuevas durante pocos días porque no tardaban en deteriorarse. Recuerdo sus gritos cuando a deshoras o por algún contratiempo televisivo, cambiaban la programación y ponían dibujos animados en la tele--¡Miguel, dibuixooooos! Recuerdo cosas que prefiero no recordar, porque me puedo permitir el lujo de hacerlo, otras que si quiero recordar pero prefiero no detallar.
Me provoca risa el recuerdo de cuando mi hermano le intento enseñar a conducir. Menos grato era recordar lo nervioso que se ponía cuando conducía mi hermana. Recuerdo cuando me fui a la mili, como eran de diferentes sus comentarios y los de mi madre. Recuerdo que me dijo que si en la mili pedían voluntarios, que me escondiera donde fuera. Recuerdo cuando me compré mi primer coche, no podía entender como algo tan valioso, tenía que dormir en la calle. Como insistía en que los coches debían tener el maletero alto para que fuera mas cómodo cargar los sacos de abono para naranjos.
Me parece estar escuchándolo cuando decía aquello de “si dicen, que disan” que quería decir que no te preocuparas de los comentarios de la gente o “llámese h” donde h era la incógnita del problema. Recuerdo aquel partido entre Brasil e Italia de un mundial con Zico y Rossi en los equipos, en el bar que había al lado de casa que estrenaba tele en color. Recuerdo en ese mismo partido, como le llamó facha a un señor que estaba sentado a nuestro lado, pero no recuerdo porque lo hizo, si recuerdo la cara que puso aquel hombre. Recuerdo que ganó Italia con goles de Paolo Rossi.
Recuerdo cuando iba al campo a trabajar con él. El en su Mobylette y yo en bici. Llevaba una botella de cristal transparente de gaseosa La Gandiense con tapón original de alambre duro y goma, rellena de agua fresquita para pasar la tarde trabajando. Recuerdo que la botella iba en el cajón de la moto, dentro de un saco de algarrobas usado y que estaba totalmente prohibido tocarla. Tal es así, que no recuerdo que volviera ningún día vacía a casa, más bien lo contrario. Yo me preguntaba, y aun me pregunto, para qué demonios llevábamos el agua tan fresquita si no podíamos beber. El siempre decía que la llevábamos por si acaso. Algo así como que solo podíamos beber si estábamos a punto de morir resecos y deshidratados, antes no.
Recuerdo la primera tele en blanco y negro que tuvimos en casa y de cómo mi padre la custodiaba como si fuera un Ferrari. Las broncas que le echaba mi madre cuando pasaba la moto por medio de casa con el suelo recién fregado. Recuerdo lo poco que le gustaban las fiestas, cenas y esas cosas, fuera de casa. El arte que tenía para beber de aquel botijo canijo que teníamos y de cómo aprendí yo a beber “al gall”
 Cuando le operaron y no me dejaban subir a verlo porque era muy pequeño y a los niños no les dejaban.
Recuerdo tantas cosas que nunca acabaría. Sobre todo recuerdo a mi padre como una buena persona, única e inigualable.
Recuerdo cosas que no me gustan pero que me veo obligado a recordar. Recuerdos muy cercanos son los de cuando llegó un día que cambió su comportamiento. No recuerdo cuando le atrapó aquella horrible enfermedad, pero sí recuerdo sus primeros efectos. No parecía el hombre que yo conocía. Recuerdo algún momento, egoísta y cruel por mi parte, donde lo sojuzgue, desconocedor de los efectos devastadores que tenía el Alzheimer. Recuerdo los sufrimientos de mi madre al convivir con una persona que después de tantos años de la noche a la mañana es tan diferente. Puto Alzheimer. Recuerdo cuando confundió a mi hija de dos o tres años, con mi mujer. Cuando empezó a olvidar quienes eran sus propios hijos. Como intentábamos en vano hacerle recordar cosas y que no recordaba, como si nunca hubieran existido.
Recuerdo cuando ya ni siquiera podía andar y ya no poníamos interés en hacerle recordar. Como le hablaba a voces sin esperar ya ninguna respuesta.
Recuerdo como si fuera ayer, como se fue apagando poco a poco, como una frágil vela castigada por la brisa. Aquel día que me acerque y le dije--¡Uelo, hem guanyat el mundial de futbol!—movió la cabeza hacia mí, cerró un segundo los ojos y los volvió a abrir. Recuerdo aquel gesto con ternura, a pesar de que, aunque fuera inconscientemente, me estaba diciendo--¡Eres tonto, eso no se lo cree ni tu madre!—
Como en los últimos días me hubiera gustado recordar con él, tantas cosas que me había dejado por el camino. Recuerdo cuando se apagó del todo, de que todo el pueblo asistió su entierro. En el mismo entierro recordé algo que había olvidado hacia tiempo, quienes eran mis verdaderos amigos.
Pasaron los meses, me acerqué a uno de los huertecillos ruinosos de naranjas que tenía mi padre y que tantas veces fui con él a trabajarlo, intentando conseguir minúsculos ingresos que casi no alcanzaban para cubrir los gastos. Estaba invadido por la maleza, abandonado, muerto. Me puse a llorar como un niño, igual que lo estoy haciendo ahora. Recordaba a mi padre, pero echándome una merecida bronca por permitir que el huerto acabara de esa forma.
En fin, solo encontré una maleta vieja, con algo escrito por mi padre. Una maleta que conocía su existencia, pero que hasta hace unos días no me di cuenta de que tenía, un valor incalculable. Cada recuerdo, incluso aquellos que ridiculizarían la figura de mi padre, aumenta su valor. Ese es el legado de mi padre, los recuerdos que me ha despertado y que nada tienen que ver con la maleta.
Cada día intento no olvidar lo importantes que son los recuerdos. Esos que cuando llega el día que buscas la varita mágica porque tu vida no fluye con normalidad, te hacen sentir mejor sin hacer desaparecer nada. Recuerdos que puedes compartir cada día, braseándolos a través de un blog o algo similar. Puede que sea una tarea inútil, pero quien sabe cuando me atrapará el Alzheimer o algo peor y no tendré ningún recuerdo más. A diferencia de mi padre, mis textos no se deteriorarán como los suyos en la maleta. Puede que a mis hijos no les sirvan de nada, puede que sí y ellos hagan lo mismo con sus hijos. ¿Quién puede saberlo?
No tengo bienes, ni propiedades importantes, esto será lo más valioso que hereden mis hijos, aunque sea inmaterial.
Ese será mi legado.