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domingo, 20 de septiembre de 2015

COMO MOLA MI TRABAJO 16 Sauret



No sé si te ha pasado alguna vez síndrome de cabinitis. Ese estado al que se llega después de varias horas de servicio y empiezas a darle vueltas a todo provocándote una inflamación imaginaria del cerebelo. Posteriormente, por muy sofisticadamente que hayas colocado el respaldo y más concretamente la parte alta que permite acomodar erróneamente el encéfalo, tus pensamientos e inquietudes empiezan a salir desproporcionadamente, rebotando en las paredes del pequeño habitáculo en el que te pasas horas. Atrapado e indefenso, todos esos pensamientos rebotan a más velocidad y empiezan a golpearte, sin que puedas esquivarlos a pesar de tus reflejos felinos. Entre Colón y Ángel Guimerá, es tiempo suficiente de exposición para adquirir este síndrome. Todo tu ser se empapa de una ambigüedad extraña y te atrapa una sensación irracional en la que todo te parece más incierto que dudoso, pero eres incapaz de explicar porqué. Te sientes como una liebre hipnotizada por las luces  de un coche y en mitad de la carretera.
¿Qué no te ha pasado? Pues que suerte, a mi me pasa constantemente. La última vez que me pasó, entré en un misterioso trance y me acordé del tío Sauret.
Sauret era un señor mayor, tan mayor que no le quedaba más que unos meses para jubilarse. Trabajaba de chofer de tren en el metro, era una persona afable, simpático y de grandísimo corazón. Su sola presencia impregnaba bienestar en el ambiente. Nunca perdió los nervios a pesar de su galopante mala suerte, tampoco su cara risueña, ni siquiera aquel fatídico día que no me puedo quitar de la cabeza, por lo que ocurrió y por las consecuencias que desencadenó.
Era un día normal de agosto, Sauret tenía un servicio de tarde muy normal también. Llegó sonriente para empezar su servicio, con tiempo de sobra. Abrió la puerta metálica que daba acceso a la acera de la Avenida Hermanos Machado, siempre sin perder la sonrisa a pesar de los 43 grados con viento de poniente, que provocaban una sensación térmica de al menos 50 grados. Justo al pisar la acera, un energúmeno con bicicleta y que circulaba como si le persiguiera el mismo diablo, le enganchó arrastrándolo unos metros. El ciclista ni siquiera paró, por suerte Sauret salió ileso, solo le quedó un andrajo colgando en lo que antes era una camisa de manga corta, convirtiéndola en camisa de una sola manga. Sonriente, se levanto y siguió su camino sin perder de vista un nubarrón muy negro que se acercaba. Cuando llevaba unos 20 metros andados, el nubarrón empezó a descargar agua y granizo como si fuese el fin del mundo, pero Sauret, muy tranquilamente coloco en lo alto de su cabeza aquella mochila llena de agujeros que le daban con el uniforme y siguió andando pausadamente para evitar un resbalón que empeoraría el estar con la ropa chorreando, empapado por la lluvia. Unos metros más adelante, las piedras de granizo empezaban a ser del tamaño de un canto rodado y Sauret se tuvo que detener junto a uno de los plataneros  que adornan el camino, con el fin de minimizar los golpes del granizo. Ya casi no le molestaba el agua de la lluvia, no le quedaba ni un milímetro seco en todo el cuerpo, pero un golpe de granizo podía hacerle perder el conocimiento. En eso, una motocicleta de gran cilindrada que venía desde la rotonda, perdió el control al enfilar la avenida. Comenzó ha dar vueltas de campana, destrozándose con cada golpetazo en el suelo. La moto se dirigía peligrosamente hacia Sauret, que al oír el estruendo se asomó por detrás del tronco del platanero justo cuando la moto, convertida en un amasijo de hierro, iba a golpear el tronco del árbol donde se había refugiado del granizo. Se revolvió rápido, pero un trozo metálico se inserto en su camisa, arrancándola de cuajo. Sauret acabo desnudo de cintura para arriba, pero se había salvado de un aplastamiento por motocicleta sin control, se miró el ombligo, sonrió y siguió andando hacia su destino, pues el granizo había amainado. A los pocos segundos volvió a salir un sol abrasador y vio como venían en dirección contraria un grupo de adolescentes desbocados y embriagados, que al llegar a su altura empezaron a reírse del pobre Sauret que iba empapado y sin camisa, incluso alguno le metió una colleja. Pero Sauret, sin perder la calma, sonrió y siguió su camino.
Alcanzó la rotonda esquivando un sinfín de bicicletas que se acercaban en los dos sentidos, haciendo sonar su timbre, a la vez que increpaban a Sauret por andar por el centro de la acera. De repente, un camión cargado con un contenedor  hizo un extraño al tomar la rotonda y volcó. El gigantesco contenedor que transportaba se soltó de la plataforma y se deslizaba por el suelo provocando tantas chispas que parecían llamaradas. Sauret, al ver que el contenedor se dirigía hacia él, dio un salto hacia  la valla metálica que había en la  izquierda de la acera, evitando ser aplastado por aquel armatoste que por suerte quedó trabado en el bordillo de la acera.
Sauret, con una mano se despegó las pocas hierbas que se pegaron a su torso desnudo y mojado, sonrió, se miro otra vez su feo ombligo y soltó su otra mano de la valla metálica para continuar su camino. Al soltar la mano, se movió un poco la valla y empezaron a salir avispas de la maleza. Algunas le picaron el torso desnudo, pero Sauret las apartó delicadamente y con una sonrisa, se fue quitando una a una las agujas que le habían clavado las avispas.
Aunque ya empezaba a estar un poco perjudicado, sonrió al pensar que un poco más adelante, donde estaban los pinos, podría colocarse un poco del barro que había provocado la lluvia para evitar la inflamación del veneno de las avispas. Pero al llegar al borde del escalón, resbaló y se dio un culazo con tan mala suerte que acabo de lleno en el barrizal, manchándose por completo el pantalón que cambio de color azul marino a marrón terroso. Volvió a sonreír porque ya no veía su ombligo, pero ya no tenía que buscar los picotazos de las avispas pues estaba cubierto totalmente de barro.
Siguió andando por la acera y saco su móvil para ver la hora. Debía andar más deprisa, tantos contratiempos le habían retrasado y casi era la hora que tenía que coger el tren para empezar su placentero servicio como chofer. Con el móvil en la mano se le acerco un maleante y a punta de navaja se lo robó. Volvió a sonreír y apretó mas el paso hasta llegar al llano que precede las escaleras que bajan hasta la boca del metro, pero comprobó que estaba cerrada la puerta. Miró hacia la acera para encarar la puerta del otro lado, pero una sombra le hizo mirar hacia arriba y vio como se le acercaba volando un monopatín descontrolado que provenía de las rampas superiores que utilizaban los chavales para hacer piruetas. Lo esquivó hábilmente, pero el monopatín rozó el cinturón que sujetaba su pantalón marrón y se lo arrancó entero, dejándole en calzoncillos.
Empezó a correr para evitar lo inevitable, que era perder su tren o hacer esperar al compañero que tenía que relevar.
Llego a las canceladoras para acceder al andén y no funcionaba su pase de libre circulación totalmente empapado. Ya podía escuchar cómo se acercaba su tren desde Alboraya, en vez de llamar por el interfono para que le abrieran las puertas, intento saltar por encima de las canceladoras, con tan mala suerte que se le trabaron los gayumbos y se quedo en cueros, vestido únicamente con los calcetines negros chorreando y los zapatos reglamentarios embarrados.
Por las escaleras subía uno de sus jefecillos, que obviando que iba desnudo, le dijo que tuviera cuidado con no llevar la chapa identificativa, pues era motivo de expediente disciplinario. Sauret, con su tren entrando en la estación y mirando a su superior, tropezó y cayó rodando por las escaleras. Al llegar abajo, con los dientes partidos en pedazos, se levanto tranquilamente y al sonreír, se tragó un pedazo de diente cortante, que le provocó una hemorragia interna causándole una muerte lenta y dolorosa.
Sauret no llegó a coger su tren por los pelos y fue expedientado por ello, pero fue enterrado con una brillante sonrisa. Por más que lo intentaron, los encargados de la funeraria no pudieron borrarla de su cara. Su cuerpo sin vida, expresaba una enorme satisfacción por el deber cumplido.
Aquella mala tarde del pobre Sauret tuvo sus consecuencias. Solo uno, de los mil y pico jefes que mandaban en la empresa, se planteo durante unos segundos volver a trasladar a los agentes hasta Palmaret en taxi.
A día de hoy, tres ascensos después de ese jefe, seguimos añorando al pobre Sauret.
Del taxi ni te cuento.
NOTA- Cualquier parecido con la realidad, es pura coincidencia.

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