No sé si te ha pasado alguna
vez síndrome de cabinitis. Ese estado al que se llega después de varias horas
de servicio y empiezas a darle vueltas a todo provocándote una inflamación imaginaria
del cerebelo. Posteriormente, por muy sofisticadamente que hayas colocado el
respaldo y más concretamente la parte alta que permite acomodar erróneamente el
encéfalo, tus pensamientos e inquietudes empiezan a salir
desproporcionadamente, rebotando en las paredes del pequeño habitáculo en el
que te pasas horas. Atrapado e indefenso, todos esos pensamientos rebotan a más
velocidad y empiezan a golpearte, sin que puedas esquivarlos a pesar de tus
reflejos felinos. Entre Colón y Ángel Guimerá, es tiempo suficiente de exposición
para adquirir este síndrome. Todo tu ser se empapa de una ambigüedad extraña y
te atrapa una sensación irracional en la que todo te parece más incierto que
dudoso, pero eres incapaz de explicar porqué. Te sientes como una liebre
hipnotizada por las luces de un coche y
en mitad de la carretera.
¿Qué no te ha pasado? Pues
que suerte, a mi me pasa constantemente. La última vez que me pasó, entré en un
misterioso trance y me acordé del tío Sauret.
Sauret era un señor mayor,
tan mayor que no le quedaba más que unos meses para jubilarse. Trabajaba de
chofer de tren en el metro, era una persona afable, simpático y de grandísimo corazón.
Su sola presencia impregnaba bienestar en el ambiente. Nunca perdió los nervios
a pesar de su galopante mala suerte, tampoco su cara risueña, ni siquiera aquel
fatídico día que no me puedo quitar de la cabeza, por lo que ocurrió y por las
consecuencias que desencadenó.
Era un día normal de agosto,
Sauret tenía un servicio de tarde muy normal también. Llegó sonriente para
empezar su servicio, con tiempo de sobra. Abrió la puerta metálica que daba
acceso a la acera de la Avenida Hermanos Machado, siempre sin perder la sonrisa
a pesar de los 43 grados con viento de poniente, que provocaban una sensación térmica
de al menos 50 grados. Justo al pisar la acera, un energúmeno con bicicleta y
que circulaba como si le persiguiera el mismo diablo, le enganchó arrastrándolo
unos metros. El ciclista ni siquiera paró, por suerte Sauret salió ileso, solo
le quedó un andrajo colgando en lo que antes era una camisa de manga corta, convirtiéndola
en camisa de una sola manga. Sonriente, se levanto y siguió su camino sin
perder de vista un nubarrón muy negro que se acercaba. Cuando llevaba unos 20
metros andados, el nubarrón empezó a descargar agua y granizo como si fuese el
fin del mundo, pero Sauret, muy tranquilamente coloco en lo alto de su cabeza
aquella mochila llena de agujeros que le daban con el uniforme y siguió andando
pausadamente para evitar un resbalón que empeoraría el estar con la ropa
chorreando, empapado por la lluvia. Unos metros más adelante, las piedras de
granizo empezaban a ser del tamaño de un canto rodado y Sauret se tuvo que
detener junto a uno de los plataneros
que adornan el camino, con el fin de minimizar los golpes del granizo.
Ya casi no le molestaba el agua de la lluvia, no le quedaba ni un milímetro seco
en todo el cuerpo, pero un golpe de granizo podía hacerle perder el
conocimiento. En eso, una motocicleta de gran cilindrada que venía desde la
rotonda, perdió el control al enfilar la avenida. Comenzó ha dar vueltas de
campana, destrozándose con cada golpetazo en el suelo. La moto se dirigía peligrosamente
hacia Sauret, que al oír el estruendo se asomó por detrás del tronco del
platanero justo cuando la moto, convertida en un amasijo de hierro, iba a
golpear el tronco del árbol donde se había refugiado del granizo. Se revolvió rápido,
pero un trozo metálico se inserto en su camisa, arrancándola de cuajo. Sauret
acabo desnudo de cintura para arriba, pero se había salvado de un aplastamiento
por motocicleta sin control, se miró el ombligo, sonrió y siguió andando hacia
su destino, pues el granizo había amainado. A los pocos segundos volvió a salir
un sol abrasador y vio como venían en dirección contraria un grupo de
adolescentes desbocados y embriagados, que al llegar a su altura empezaron a reírse
del pobre Sauret que iba empapado y sin camisa, incluso alguno le metió una
colleja. Pero Sauret, sin perder la calma, sonrió y siguió su camino.
Alcanzó la rotonda
esquivando un sinfín de bicicletas que se acercaban en los dos sentidos,
haciendo sonar su timbre, a la vez que increpaban a Sauret por andar por el
centro de la acera. De repente, un camión cargado con un contenedor hizo un extraño al tomar la rotonda y volcó.
El gigantesco contenedor que transportaba se soltó de la plataforma y se
deslizaba por el suelo provocando tantas chispas que parecían llamaradas.
Sauret, al ver que el contenedor se dirigía hacia él, dio un salto hacia la valla metálica que había en la izquierda de la acera, evitando ser aplastado
por aquel armatoste que por suerte quedó trabado en el bordillo de la acera.
Sauret, con una mano se
despegó las pocas hierbas que se pegaron a su torso desnudo y mojado, sonrió,
se miro otra vez su feo ombligo y soltó su otra mano de la valla metálica para
continuar su camino. Al soltar la mano, se movió un poco la valla y empezaron a
salir avispas de la maleza. Algunas le picaron el torso desnudo, pero Sauret
las apartó delicadamente y con una sonrisa, se fue quitando una a una las
agujas que le habían clavado las avispas.
Aunque ya empezaba a estar
un poco perjudicado, sonrió al pensar que un poco más adelante, donde estaban
los pinos, podría colocarse un poco del barro que había provocado la lluvia
para evitar la inflamación del veneno de las avispas. Pero al llegar al borde
del escalón, resbaló y se dio un culazo con tan mala suerte que acabo de lleno
en el barrizal, manchándose por completo el pantalón que cambio de color azul
marino a marrón terroso. Volvió a sonreír porque ya no veía su ombligo, pero ya
no tenía que buscar los picotazos de las avispas pues estaba cubierto
totalmente de barro.
Siguió andando por la acera
y saco su móvil para ver la hora. Debía andar más deprisa, tantos contratiempos
le habían retrasado y casi era la hora que tenía que coger el tren para empezar
su placentero servicio como chofer. Con el móvil en la mano se le acerco un
maleante y a punta de navaja se lo robó. Volvió a sonreír y apretó mas el paso
hasta llegar al llano que precede las escaleras que bajan hasta la boca del
metro, pero comprobó que estaba cerrada la puerta. Miró hacia la acera para
encarar la puerta del otro lado, pero una sombra le hizo mirar hacia arriba y vio
como se le acercaba volando un monopatín descontrolado que provenía de las
rampas superiores que utilizaban los chavales para hacer piruetas. Lo esquivó hábilmente,
pero el monopatín rozó el cinturón que sujetaba su pantalón marrón y se lo
arrancó entero, dejándole en calzoncillos.
Empezó a correr para evitar
lo inevitable, que era perder su tren o hacer esperar al compañero que tenía
que relevar.
Llego a las canceladoras
para acceder al andén y no funcionaba su pase de libre circulación totalmente
empapado. Ya podía escuchar cómo se acercaba su tren desde Alboraya, en vez de
llamar por el interfono para que le abrieran las puertas, intento saltar por
encima de las canceladoras, con tan mala suerte que se le trabaron los gayumbos
y se quedo en cueros, vestido únicamente con los calcetines negros chorreando y
los zapatos reglamentarios embarrados.
Por las escaleras subía uno
de sus jefecillos, que obviando que iba desnudo, le dijo que tuviera cuidado
con no llevar la chapa identificativa, pues era motivo de expediente
disciplinario. Sauret, con su tren entrando en la estación y mirando a su
superior, tropezó y cayó rodando por las escaleras. Al llegar abajo, con los
dientes partidos en pedazos, se levanto tranquilamente y al sonreír, se tragó
un pedazo de diente cortante, que le provocó una hemorragia interna causándole una
muerte lenta y dolorosa.
Sauret no llegó a coger su
tren por los pelos y fue expedientado por ello, pero fue enterrado con una
brillante sonrisa. Por más que lo intentaron, los encargados de la funeraria no
pudieron borrarla de su cara. Su cuerpo sin vida, expresaba una enorme satisfacción
por el deber cumplido.
Aquella mala tarde del pobre
Sauret tuvo sus consecuencias. Solo uno, de los mil y pico jefes que mandaban
en la empresa, se planteo durante unos segundos volver a trasladar a los
agentes hasta Palmaret en taxi.
A día de hoy, tres ascensos después
de ese jefe, seguimos añorando al pobre Sauret.
Del taxi ni te cuento.
NOTA- Cualquier parecido con
la realidad, es pura coincidencia.