Un tremendo escalofrió
recorrió el cuerpo de Abundio. Sin camisa y tirado sobre la hierba, notó el
frescor de la brisa que había cambiado de dirección, transformando el sopor del
aire africano en bocanadas de frescor más placentero. Si bien el camino del rio
no era tan fresco y húmedo como el de los cipreses donde estaban las casetas
del calvario, al bajar un poco el sol a media tarde, también se refrescaba
convirtiéndose en un lugar agradable.
Se levantó y a zarpazos se
quitó los restos de hierba y agujas de pino que se le habían pegado en la piel.
Se puso la camiseta y volvió a sentarse sobre la hierba. Seguía con la vista
las lejanas nubes del horizonte, mientras los recuerdos volvían a situarlo en
la realidad cercana. Una realidad que empezaba a ser más dura de lo que podía haber imaginado días antes.
Pocos días llevaba en el pueblo, pero muchos más tendrían que quedarse. Eso era
lo más importante y que no podía cambiar, una circunstancia sobrevenida que
hacia aquel verano, obligatoriamente, distinto a los anteriores. Recordaba las
palabras de El Femi como puñados de agujas lanzadas con fuerza sobre su pecho
desnudo y que algunas se le habían quedado clavadas, produciendo un leve dolor que desaparecía instantáneamente.
No podía imaginar aquello tan grave que le había pasado a El Gorgo y que El
Femi le había insinuado varias veces. Solo veía en su cabeza la imagen del
grandullón, con aquellas vestimentas
impropias de su personalidad y que se había quedado solo en la terraza del bar,
con actitud aparentemente normal. Y Carla, era posible que esa preciosa chica
morena viviera en el pueblo y nunca haberse fijado en ella. Cuantas cosas más
habría pasado por alto los últimos veranos.
Abundio se sentía
atormentado, pero notaba un poco de desahogo recordando la breve conversación
con su padre, incluso con su tía Elodina, la madre de Woody, y el
desconcertante encuentro que había tenido con ella. Era muy posible que su
amigo tuviera razón, empezaba a pesarle en la conciencia. Realmente debía recapitular
sobre sus intenciones primarias y enfocar su actitud rebajando su inapropiado
orgullo, para tratar de entender un poco más la situación que estaba viviendo.
Según El Femi, durante los últimos años el
principal problema de Abundio había sido la falta de interés por sus amigos y
sus vidas. En pocas palabras, no sabía escuchar y la única disculpa era el
breve tiempo que pasaba cada verano en el pueblo. Poco tiempo, que podía
servirle como excusa egoísta para no interesarse por la vida de sus amigos el
resto del año, pero que si que utilizaba para obligarles a que escucharan sus
plegarias cansinas y quejas existenciales, de lo aburrido de su vida fuera del
pueblo. Todo entre cerveza y cerveza, entre copa y copa. Ni siquiera la
arrogancia que le impusieron en un principio a Don Ramón, aquel maestro que
llegó muy joven al pueblo y que le adjudicaron
solo por ser valenciano; tampoco
la soberbia irónica e inofensiva que desprendía El Gorgo al machacar algún
rival, podían igualar a la desfachatez con la que Abundio había tratado a sus
amigos los últimos años. Desfachatez rastrera, gratuita, pero también
inconsciente.
En su cabeza se sucedían
imágenes de un pasado reciente, parecían vividas hace poco, pero no era así.
Con cada visión se sentía más egoísta aun que la anterior. Repetía en su
interior palabras que había dicho en otros tiempos y que sus amigos escuchaban
tratando comprender, como lo haría
cualquier amigo verdadero. Pero ahora lo veía de otra forma, aquella atención y
compasión no era reciproca, no conseguía recordar ningún comentario similar de
sus amigos. ¿Acaso nunca le habían hablado de ningún temor, problema o
contratiempo vivido, que necesitara del apoyo y comprensión de un amigo? Pues seguro que sí, pero el solo pensaba en
sí mismo y conforme aumentaba su borrachera diaria, aun escuchaba menos. Su
esfuerzo mental, ahora solo valía para revivir innumerables lamentos,
expresados de forma absurda y lastimera, que ahora eran simplemente banales. Avergonzado,
triste y angustiado, como la tenue luz de navegación de un barquichuelo en
medio de una devastadora tempestad.
Abundio empezó a escuchar
los sonidos de instrumentos musicales. La banda del pueblo estaba ya reunida y
preparaban el comienzo de la cabalgata con la que arrancarían las fiestas del pueblo.
Eran sonidos sin orden y concierto, de aire y percusión, adornados de vez en
cuando por alguna melodía con sentido, posiblemente por el clarinete o flauta
solista de la banda. Esto mismo indicaba que era más de media tarde y lo del
rio se había anulado. Estaba en el único camino decente para bajar al rio y de
haber pasado sus amigos, hubieran visto a Abundio tirado sobre la hierba en un
lado del camino. La mejor opción era volver al bar y si no había nadie allí, la
cabalgata sería la siguiente opción. Por un momento pensó que podrían estar en
el rio, que pasaron por su lado y lo ignoraron.
Aunque fuera un poco mezquino, Abundio ya era capaz de reconocer que
posiblemente se lo merecía.
Se levantó y comenzó a andar
hacia el pueblo, caminando por la hierba evitando así el polvo que levantaba la
brisa cuando rozaba el camino de tierra. No había andado casi nada cuando vio
un grupo de gente caminando en su dirección. Solo podía distinguir a El Femi
con algunas chicas. Al acercarse más, comprobó que efectivamente eran sus
amigos acompañados de las chavalas que estaban en la terraza del bar. Además,
entre ellas estaba también Carla. Abundio, definitivamente estaba atrapado en
un sentimiento de culpabilidad, que hacia menguar su endeble personalidad según
se acercaba al grupo andando. Venían alegres y jocosos, riendo como
adolescentes en un coctel hormonal. Al encontrarse, todo el grupo calló y El
Femi se quedo mirando a Abundio. Este, se quedo en blanco y miro hacia el
suelo. Más que vergüenza, sentía una confusión embarazosa y reverencial temor
hacia El Femi, que le había encontrado una herida abierta que ya no sentía,
porque camuflaba el dolor con chiquilladas y alcohol. El Femi le miraba como si
estuviera esperando algo. Abundio se quedó de pie frente a él, enhiesto,
impotente y con los ojos humedecidos. Luchando contra una inminentes y
vergonzosas lagrimas, como si fuera un
árbol marchito en un prado invernal, tan abandonado, solitario y miserable, que
nadie se atreve a contemplar. Tan solo El Femi parecía intervenir en la
patética escena, el resto de integrantes del grupo cuchicheaban entre ellos
evitando mirar a Abundio; que ya era víctima de las circunstancias.
--Quiero que me perdonéis
amigos. Todo lo que me has dicho antes en el bar es totalmente cierto. He
venido al pueblo a quedarme y este año no volveré a la ciudad dentro de tres
días, como pasa todos los años. Reconozco que tenemos muchas cosas pendientes
entre nosotros y solo es por culpa mía. Por favor, tenéis que perdonarme—dijo
Abundio con voz temblorosa levantando
ligeramente la mirada sin llegar a los ojos de El Femi—
--¿Perdonarte porque? Nos
hemos preocupado al no encontrarte en el bar. ¿Dónde te has metido? Venga, vamos al rio a
pasar un buen rato, ya volveremos al bar cuando haya acabado la ridícula
cabalgata—dijo El Femi con su mano puesta entre el cuello y el hombro de
Abundio—
--¡Vamos!—Espetó Abundio
mientras interceptaba una pequeña lágrima que quería escapar de su ojo,
utilizando toscamente los nudillos de la mano—
Se unió al grupo, que al
completo y sin fisuras, continuaron andando como si no hubiera pasado nada.
Para Abundio sí que había pasado algo, en silencio seguía revolviendo en su
conciencia y no podía evitar mirar de reojo a El Gorgo constantemente. Observaba
su extraño comportamiento, parecía un desconocido, por su actitud y la de todos
hacia él. Hacia un rato que había llegado a la terraza del bar vestido como un
repipi remilgado y ahora vestía normal, aunque seguía ausente y esquivo. En
cualquier caso, Abundio prefería permanecer en silencio, para evitar una
posible metedura de pata. Era mejor esperar, antes de hacer preguntas, debía
limar un poco más las asperezas que el mismo había provocado con su arrogancia.
Caminaban hacia el rio
mientras se escuchaba en la lejanía, el sonido de los pasacalles de la banda de
música, que ya acompañaba a la cabalgata en el pueblo. Abundio andaba en una
esquina un poco más separado del grupo, encendiendo un cigarro tras otro,
golpeando pequeñas piedras del suelo tratando de darles un efecto propio de
futbolista y lanzándolas a distintos lados del camino. Parecía buscar con
empeño un resultado que ni el mismo conocía, alternando tímidas miradas hacia
el grupo y especialmente hacia El Gorgo. El grandullón caminaba al otro lado
del grupo, sin levantar la vista del suelo tampoco. Parecía un alma en pena,
con aspecto frágil y delicado, inmerso en un desconcertante silencio. Un
silencio que rompía alguna vez, para repetir la misma frase siempre--¡hizo un
pacto con el demonio, hizo un pacto con el demonio!—Después de repetirla varias
veces, únicamente El Femi parecía reaccionar y lo miraba sin decir nada, miraba
a Abundio un segundo y continuaba con sus bromas a las chicas. El resto actuaba
con naturalidad, ignorando su comportamiento como si no lo oyeran, como si
fuera invisible. No daban ninguna importancia a las palabras de El Gorgo ni
cuando las pronunciaba intentando simular una voz de ultratumba y que conseguía
estremecer a Abundio. Con cada segundo que El Femi miraba a Abundio, parecía solicitarle
paciencia y tranquilidad, a la vez que su rostro expresaba en silencio, ansia
por encontrar el momento adecuado para darle explicaciones.
Entre puntapié y puntapié a
las piedrecitas, en una de esas miradas hacia donde estaba El Gorgo, este levanto
la mirada del suelo y la clavo sobre Abundio.
--¡Que cojones miras
Abunditoooo! ¡Hizo un pacto con el diabloooo!—grito el grandullón con voz ronca
y demoniaca.
Sin decir nada, Abundio agachó la cabeza y siguió andando,
pero como si una tonelada de metal se apoyara en su pecho, oprimiéndole el corazón.
El mismo susto provocó que aligerara el paso, tratando de huir. Entonces El
Gorgo se detuvo en seco, llevó sus manos a la cabeza y soltando gritos
desgarradores empezó a correr hacia el pueblo. Como si llevara el cuerpo en
llamas o despellejándose en vida, con los gritos de dolor que provocarían la
tortura más inimaginable, se alejo corriendo. Ninguna chica, ni los dos amigos
de Abundio, parecieron darle importancia a lo que estaba pasando. Simplemente
se apartaron levemente para evitar que El Gorgo les atropellara al revolverse y
siguieron su camino hacia el rio con normalidad. Los gritos seguían escuchándose
incluso después de perderse de vista en el camino. Se mezclaban con las melodías,
cada vez más inaudibles, de la banda de música, convirtiendo el momento en algo
grotesco, que preocupaba únicamente a Abundio.
Agachó la cabeza nuevamente
y siguió andando hacia el rio, que ya podía apreciarse fugazmente a lo lejos.
Continuara…
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