Abundio sintió una voz y la
presión de una mano en su brazo. Abrió los ojos sobresaltado, moviendo la
cabeza a su alrededor de manera compulsiva, como asustado. Comprobó que no
había nadie. Seguía estando en la terraza del bar, igual de vacía que cuando marchó
El Femi. Solo ante él y agarrándole por el brazo intentando levantarlo, el
dueño del bar, con su melena despeinada.
--¿Te has hecho daño? Menudo
trompazo te has dado.
--Si, eso parece. Debo de
haber tenido algún bajón—contestó Abundio aturdido.
--Si es que estás loco.
Deberías haberte ido con tus amigos. A estas horas aquí en la terraza, hasta
los tomates verdes maduran. El resol convierte la terraza en un invernadero,
pasa dentro del bar por lo menos, que se está más fresco.
--¡Un momento! ¿Mis amigos?
Y las chicas de esa mesa ¿Ahí había unas chicas?—Dijo Abundio aun confuso,
mientras con su mano derecha agarraba el brazo del dueño del bar que intentaba
levantarle.
--¡Tranquilo chaval! Parece
que hayas visto un fantasma. Si, las
chicas también se fueron hace rato y la morenita que hablaba contigo también.
Es lo que deberías haber hecho tú. Anda, vete a casa que te va a dar una
lipotimia fuerte y me vas a meter en un lio—le contestó
visiblemente contrariado y con semblante apático.
Abundio se levanto raudo, se
miro los pies, después las manos y suspiró fuerte, como si se quitara un peso
de encima. El dueño del bar lo miro de arriba abajo y suspiro también
diciendo--¡madre mía, que mal está la cosa!—y se marchó otra vez hacia el
interior del bar sin volver a mirar a Abundio.
Tenía la sensación de haber
dormido durante horas. Se sentía extraño, pero descansado. Pensó que aquel
hombre tenía razón, lo mejor era irse a casa y dejar pasar un rato hasta que
bajara un poco la temperatura. Hacía demasiado calor.
Se quito la camiseta y se
hizo la idea de marcharse a casa. Bajando los escalones que separaban la
terraza de la calle, levanto la cabeza y vio como bajaba por la calle El Gorgo.
Volvió a dar tres pasos hacia atrás buscando la insulsa sombra del toldo de
lona. Se puso la camiseta sobre la cabeza y se quedó de pie mirando cómo se
acercaba su amigo. El Gorgo parecía otro, caminaba cabizbajo. Se había cambiado
las vestimentas y tenía un aspecto extraño, diferente al que estaba
acostumbrado a ver Abundio. Estaba tan cambiado, que no parecía El Gorgo que se
había ido corriendo un par de horas antes, cuando le sermoneó. Abundio pensó que llevaba algún tipo de
disfraz para participar en la cabalgata vespertina, que ese mismo día servía
como inicio de las breves fiestas del pueblo. Pero era muy pronto para
disfrazarse, además no era normal que los amigos utilizaran disfraz alguno en
la cabalgata y mucho menos si no lo habían concretado antes entre ellos. En
cualquier caso, la pinta que llevaba El
Gorgo no coincidía con las maneras del grandullón en los últimos años. Quizás
tuviera algo que ver con lo que había comentado El Femi. Lo que dijo sobre algo
que había ocurrido ese invierno y afecto mucho al Gorgo. Al pensar eso, Abundio
sintió vergüenza y creyó que lo mejor era esperar la ocasión adecuada o
simplemente ni mencionarlo para no pasar el apuro de reconocer que no se había
interesado.
--¡Eh, que pasa
Abundio!—saludo El Gorgo al pisar el primer escalón de la terraza, sin mirarlo
e impasible— ¿tomamos algo?
Abundio, como una estatua,
lo miró de la cabeza a los pies y sin decir palabra le siguió hasta la mesa
mientras utilizaba la camisa que se había puesto en la cabeza para secar el sudor de su frente con
movimientos rápidos. Se sentaron en una mesa y Abundio no lograba salir de su
asombro. Miraba a su amigo y parecía no conocerlo. El Gorgo, desprendía un
fuerte olor a perfume barato, muy parecido a la loción de afeitado que se usaba
en la barbería. Estaba peinado con brillantina gomosa que le daba al pelo el
aspecto de moldeado inalterable, con un surco en el lateral de la cabeza que
dividía un poco de pelo en dirección a su oreja derecha, llegando a taparla y
el resto de mata en otra dirección, cubriendo la totalidad de la cabeza. La
cantidad de mejunje que había en su pelo, resaltaba los pequeños surcos que
habían formado las púas del peine en la parte más espesa de pelo. Su ropa se
parecía a la de un colegial repipi y extremadamente pedante. Con pajarita,
pantalones cortos de aparente buena tela y sandalias con calcetines blancos
totalmente estirados. Aparentaba una tranquilidad sinuosa que asustaba a
Abundio. Hacía poco que había estado con
El Gorgo de siempre, incluso los días anteriores desde que llego al pueblo y
esa tranquilidad y esa pinta, nunca la había visto en su amigo grandullón. Lo
normal era oírlo vocear sin más y zarrapastrosamente vestido y despeinado. Tenía
frente a él al anti-Gorgo perfecto y la perplejidad le tenía bloqueado. No se
atrevía ni siquiera a preguntar la bebida que quería pedir. Abundio, con cara
de pasmado, se cogió un trozo de carne de su brazo con las uñas y apretó para
comprobar que estaba despierto, que nada de aquello era la continuación del
pequeño desvanecimiento de antes y seguía viendo visiones. Era real, estaba
despierto y lo peor es que al llegar el dueño del bar a tomar nota, no se
inmuto lo mas mínimo al ver al Gorgo. Pregunto que iban a tomar con tanta
naturalidad, que hizo pensar a Abundio que no era la primera vez que lo veía así.
--¿Vas a bajar al rio con
nosotros? He quedado con El Femi dentro de un rato—pregunto Abundio
intentando aparentar normalidad.
--No, nunca más iré al rio—contestó
sin tapujos El Gorgo.
Se quedaron sentados en la
mesa sin mirarse. El Gorgo sin decir nada y Abundio sin atreverse a hablar
tampoco. Durante un buen rato estuvieron callados y casi sin tocar la cerveza
que tenían en la mesa. Abundio se levantó afectado por la calma tensa que
había.
--¡Gorgo! me marcho un rato
a casa—le dijo en un último intento de romper el hielo e iniciar una
conversación como las de siempre.
--Adiós Abundio—respondió de
manera seca y ruin.
El Gorgo aun no había mirado
a Abundio a la cara desde su llegada, pero tampoco parecía estar enfadado o
molesto. Abundio miró hacia la frente sudorosa de su corpulento amigo, volvió a
mirar su indumentaria dominical típica de un niño al que su madre ha acicalado
concienzudamente para asistir a misa y se marchó del bar, extrañado y
pensativo.
Las calles del pueblo
continuaban desiertas y el calor, aunque menos, seguía siendo sofocante. En vez
de dirigirse hacia casa, cogió la calle que llevaba al camino por el que se iba
al rio. Era un camino de tierra bordeado por frondosos árboles de hoja caduca
que en aquella época del año estaban en todo su esplendor. La sombra que
producían, mantenían fresca la hierba baja que crecía a su alrededor. Aquel
lugar también era un buen refugio para los calurosos días de verano, el aire se
filtraba entre los árboles y con el leve movimiento de sus hojas se refrescaba,
produciendo una sensación de bienestar.
Casi a mitad de camino, en
uno de esos llanos de hierba bajo los árboles del camino y pinos cercanos, se
tumbó boca arriba, colocando sus manos detrás de la cabeza con los dedos
entrelazados, simulando una almohada. Los cálidos rayos de sol parecían menos
molestos al atravesar aquel tupido ramaje. Abundio se mezcló con el olor de la
hierba, resinas, agujas de los pinos y hongos, que parecían invadir sus
sentidos, produciéndole un atarantamiento somnífero. Escuchaba el trinar de los
pájaros y se sintió hipnotizado por el sofisticado cantar de un jilguero.
Mirando hacia arriba contemplaba el cielo de un azul oscuro, sin nubes, a través
de las copas de los árboles y de un montón de troncos perpendiculares, que a lo
lejos parecían cerrarse formando un impresionante muro, en tanto que aquí y allá
un algún rayo de sol se colaba coloreando la hierba del suelo. Miraba
ociosamente el cielo y allí permaneció un largo rato dejando que sus ojos,
deslumbrados, vagaran entre las copas de los arboles, entre los troncos
majestuosos y la verde hierba, mientras la suave brisa soplaba por la arboleda.
Podía notar como su cuerpo se iba relajando al respirar aquel aire. Cuando algún
rayo de sol acertaba a traspasar los arboles e incidía en el rostro de Abundio,
este los cerraba pudiendo ver la claridad a través de sus parpados y si los movía,
dibujaba figuras sin forma definida, que se desplazaban de un lado a otro sobre
un fondo de color, que oscurecía al apretar más los parpados.
Poco a poco el poder de la
naturaleza le fue atrapando y le borró de la mente todo lo ocurrido durante el fatídico
día que estaba viviendo, incluso desde que
inició aquel verano en el pueblo.
Dejó su mente en blanco y no tardó mucho en alcanzar una placentera paz, hasta acabar durmiéndose sobre
la hierba fresca.
Continuara…
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