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domingo, 3 de agosto de 2014

AQUEL VERANO Capitulo18



Abundio sintió una voz y la presión de una mano en su brazo. Abrió los ojos sobresaltado, moviendo la cabeza a su alrededor de manera compulsiva, como asustado. Comprobó que no había nadie. Seguía estando en la terraza del bar, igual de vacía que cuando marchó El Femi. Solo ante él y agarrándole por el brazo intentando levantarlo, el dueño del bar, con su melena despeinada.
--¿Te has hecho daño? Menudo trompazo te has dado.
--Si, eso parece. Debo de haber tenido algún bajón—contestó Abundio aturdido.
--Si es que estás loco. Deberías haberte ido con tus amigos. A estas horas aquí en la terraza, hasta los tomates verdes maduran. El resol convierte la terraza en un invernadero, pasa dentro del bar por lo menos, que se está más fresco.
--¡Un momento! ¿Mis amigos? Y las chicas de esa mesa ¿Ahí había unas chicas?—Dijo Abundio aun confuso, mientras con su mano derecha agarraba el brazo del dueño del bar que intentaba levantarle.
--¡Tranquilo chaval! Parece que hayas visto un fantasma. Si,  las chicas también se fueron hace rato y la morenita que hablaba contigo también. Es lo que deberías haber hecho tú. Anda, vete a casa que te va a dar una lipotimia  fuerte  y me vas a meter en un lio—le contestó visiblemente contrariado y con semblante apático.
Abundio se levanto raudo, se miro los pies, después las manos y suspiró fuerte, como si se quitara un peso de encima. El dueño del bar lo miro de arriba abajo y suspiro también diciendo--¡madre mía, que mal está la cosa!—y se marchó otra vez hacia el interior del bar sin volver a mirar a Abundio.
Tenía la sensación de haber dormido durante horas. Se sentía extraño, pero descansado. Pensó que aquel hombre tenía razón, lo mejor era irse a casa y dejar pasar un rato hasta que bajara un poco la temperatura. Hacía demasiado calor.
Se quito la camiseta y se hizo la idea de marcharse a casa. Bajando los escalones que separaban la terraza de la calle, levanto la cabeza y vio como bajaba por la calle El Gorgo. Volvió a dar tres pasos hacia atrás buscando la insulsa sombra del toldo de lona. Se puso la camiseta sobre la cabeza y se quedó de pie mirando cómo se acercaba su amigo. El Gorgo parecía otro, caminaba cabizbajo. Se había cambiado las vestimentas y tenía un aspecto extraño, diferente al que estaba acostumbrado a ver Abundio. Estaba tan cambiado, que no parecía El Gorgo que se había ido corriendo un par de horas antes, cuando le sermoneó.  Abundio pensó que llevaba algún tipo de disfraz para participar en la cabalgata vespertina, que ese mismo día servía como inicio de las breves fiestas del pueblo. Pero era muy pronto para disfrazarse, además no era normal que los amigos utilizaran disfraz alguno en la cabalgata y mucho menos si no lo habían concretado antes entre ellos. En cualquier caso,  la pinta que llevaba El Gorgo no coincidía con las maneras del grandullón en los últimos años. Quizás tuviera algo que ver con lo que había comentado El Femi. Lo que dijo sobre algo que había ocurrido ese invierno y afecto mucho al Gorgo. Al pensar eso, Abundio sintió vergüenza y creyó que lo mejor era esperar la ocasión adecuada o simplemente ni mencionarlo para no pasar el apuro de reconocer que no se había interesado.
--¡Eh, que pasa Abundio!—saludo El Gorgo al pisar el primer escalón de la terraza, sin mirarlo e impasible— ¿tomamos algo?
Abundio, como una estatua, lo miró de la cabeza a los pies y sin decir palabra le siguió hasta la mesa mientras utilizaba la camisa que se había puesto en la cabeza  para secar el sudor de su frente con movimientos rápidos. Se sentaron en una mesa y Abundio no lograba salir de su asombro. Miraba a su amigo y parecía no conocerlo. El Gorgo, desprendía un fuerte olor a perfume barato, muy parecido a la loción de afeitado que se usaba en la barbería. Estaba peinado con brillantina gomosa que le daba al pelo el aspecto de moldeado inalterable, con un surco en el lateral de la cabeza que dividía un poco de pelo en dirección a su oreja derecha, llegando a taparla y el resto de mata en otra dirección, cubriendo la totalidad de la cabeza. La cantidad de mejunje que había en su pelo, resaltaba los pequeños surcos que habían formado las púas del peine en la parte más espesa de pelo. Su ropa se parecía a la de un colegial repipi y extremadamente pedante. Con pajarita, pantalones cortos de aparente buena tela y sandalias con calcetines blancos totalmente estirados. Aparentaba una tranquilidad sinuosa que asustaba a Abundio. Hacía poco que  había estado con El Gorgo de siempre, incluso los días anteriores desde que llego al pueblo y esa tranquilidad y esa pinta, nunca la había visto en su amigo grandullón. Lo normal era oírlo vocear sin más y  zarrapastrosamente vestido y despeinado. Tenía frente a él al anti-Gorgo perfecto y la perplejidad le tenía bloqueado. No se atrevía ni siquiera a preguntar la bebida que quería pedir. Abundio, con cara de pasmado, se cogió un trozo de carne de su brazo con las uñas y apretó para comprobar que estaba despierto, que nada de aquello era la continuación del pequeño desvanecimiento de antes y seguía viendo visiones. Era real, estaba despierto y lo peor es que al llegar el dueño del bar a tomar nota, no se inmuto lo mas mínimo al ver al Gorgo. Pregunto que iban a tomar con tanta naturalidad, que hizo pensar a Abundio que no era la primera vez que lo veía así.
--¿Vas a bajar al rio con nosotros? He quedado con El Femi dentro de un rato—pregunto Abundio intentando  aparentar normalidad.
--No, nunca más iré al rio—contestó sin tapujos El Gorgo.
Se quedaron sentados en la mesa sin mirarse. El Gorgo sin decir nada y Abundio sin atreverse a hablar tampoco. Durante un buen rato estuvieron callados y casi sin tocar la cerveza que tenían en la mesa. Abundio se levantó afectado por la calma tensa que había.
--¡Gorgo! me marcho un rato a casa—le dijo en un último intento de romper el hielo e iniciar una conversación como las de siempre.
--Adiós Abundio—respondió de manera seca y ruin.
El Gorgo aun no había mirado a Abundio a la cara desde su llegada, pero tampoco parecía estar enfadado o molesto. Abundio miró hacia la frente sudorosa de su corpulento amigo, volvió a mirar su indumentaria dominical típica de un niño al que su madre ha acicalado concienzudamente para asistir a misa y se marchó del bar, extrañado y pensativo.
Las calles del pueblo continuaban desiertas y el calor, aunque menos, seguía siendo sofocante. En vez de dirigirse hacia casa, cogió la calle que llevaba al camino por el que se iba al rio. Era un camino de tierra bordeado por frondosos árboles de hoja caduca que en aquella época del año estaban en todo su esplendor. La sombra que producían, mantenían fresca la hierba baja que crecía a su alrededor. Aquel lugar también era un buen refugio para los calurosos días de verano, el aire se filtraba entre los árboles y con el leve movimiento de sus hojas se refrescaba, produciendo una sensación de bienestar.
Casi a mitad de camino, en uno de esos llanos de hierba bajo los árboles del camino y pinos cercanos, se tumbó boca arriba, colocando sus manos detrás de la cabeza con los dedos entrelazados, simulando una almohada. Los cálidos rayos de sol parecían menos molestos al atravesar aquel tupido ramaje. Abundio se mezcló con el olor de la hierba, resinas, agujas de los pinos y hongos, que parecían invadir sus sentidos, produciéndole un atarantamiento somnífero. Escuchaba el trinar de los pájaros y se sintió hipnotizado por el sofisticado cantar de un jilguero. Mirando hacia arriba contemplaba el cielo de un azul oscuro, sin nubes, a través de las copas de los árboles y de un montón de troncos perpendiculares, que a lo lejos parecían cerrarse formando un impresionante muro, en tanto que aquí y allá un algún rayo de sol se colaba coloreando la hierba del suelo. Miraba ociosamente el cielo y allí permaneció un largo rato dejando que sus ojos, deslumbrados, vagaran entre las copas de los arboles, entre los troncos majestuosos y la verde hierba, mientras la suave brisa soplaba por la arboleda. Podía notar como su cuerpo se iba relajando al respirar aquel aire. Cuando algún rayo de sol acertaba a traspasar los arboles e incidía en el rostro de Abundio, este los cerraba pudiendo ver la claridad a través de sus parpados y si los movía, dibujaba figuras sin forma definida, que se desplazaban de un lado a otro sobre un fondo de color, que oscurecía al apretar más los parpados.
Poco a poco el poder de la naturaleza le fue atrapando y le borró de la mente todo lo ocurrido durante el fatídico día que estaba viviendo, incluso desde que  inició  aquel verano en el pueblo. Dejó su mente en blanco y no tardó mucho en alcanzar  una placentera paz, hasta acabar durmiéndose sobre la hierba fresca.

Continuara…

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