Por fin despertó una mañana,
con los mismos pensamientos que al acostarse. Lucido y sin ver las cosas de
otra manera obligado por el arrepentimiento de haber bebido demasiado la noche
anterior. Lo que no cambiaba era la tristeza y amargura que le acompañaban
normalmente, pero claro, solo conseguía abandonarlas cuando abusaba del
alcohol. Eso enmascaraba un poco lo que podía ser un paso al frente en su
intento de encauzar su vida, pero tenía que aprovechar la lucidez transitoria
para seguir en su empeño.
Sereno y concentrado, sabía
que tenía algo pendiente desde que llego al pueblo, hablar con su padre. Solo
lo había visto de lejos y fugazmente. Abundio siempre se sintió mas cómodo con
su madre, pero solo le quedaba su padre como pilar que sujetaba su trastornada
y desequilibrada existencia. Como cada año, desde que llego al pueblo, aun no
había hablado con el. Era un compromiso ineludible, el de hablar con su padre
Aquilino, que se tornaba cada año más dificultoso. Algún año, Abundio trataba
de alargar este momento hasta casi el final de su estancia en el pueblo,
convirtiéndolo en un pinchazo doloroso, pero obligado, siempre intentando
hacerlo lo más breve posible.
Para Abundio, su madre fue siempre el patrón perfecto que
debía tener la figura materna en la unidad familiar. Cariñosa, bondadosa,
rebosaba felicidad allá donde hiciera falta. Así la recordaba Abundio, hasta
poco antes de su muerte, consumida por
una terrible enfermedad. Recordaba aquellas tardes en la ermita y los cuentos
que le contaba. No los cuentos de siempre, sino aquellas narraciones tan
maravillosas. Abundio encontraba los cuentos de siempre aburridos y le parecían
torpes, comparados con las narraciones de su madre. Historias del Niño Jesús en
Belén, el Monte de los Olivos y de ese estilo. Se preguntaba muchas veces,
donde encontraba o aprendía su madre aquel arte poderoso y alegre, esa alma
creadora y aquellas portentosas mañas de narradora. De vez en cuando la
recordaba con aquella expresión, la que esgrimía cuando contaba historias, con
la cabeza inclinada, esbelta y paciente, con sus grandes ojos mirándole. Solo
recordaba una cosa mala de su madre. Se trataba de una noche que Abundio se fue
a la cama sin el beso de buenas noches de su madre. Como no recordar aquel
castigo inusual y desproporcionado, comparándolo con los castigos que
acostumbraba a someterle normalmente. Pensando siempre que aquel día, cualquier
reprimenda que recibiera, era merecida. El motivo por el que la Aurelia actuó
de forma tan cruel con el pobre Abundio, no fue otro, que la maldad cometida
por Abundio llego a oídos de su padre y
su madre se vio obligada. Normalmente las reprimendas maternas solían ser una
conversación amena. Su madre le hablaba de un tiempo en que Abundio se había
vuelto un extraño para ella y de que, pasara lo que pasara, siempre le
acompañaba con su amor y sus preocupaciones. Cada palabra provocaba en Abundio
vergüenza y a la vez le hacían feliz. Para al final de la conversación, acabar
siempre hablando con cariño y respeto de su padre, pero dejando bien claro que
lo mejor sería que no se enterara.
Por el contrario el padre de
Abundio, no representaba muy bien una figura paterna muy modélica. Era esquivo
y tenía muchos altibajos. Aquilino, el padre de Abundio, era muy poquita cosa
físicamente. Delgadito y esmirriado, decían de él las malas lenguas que se
pasaba el día entero borracho, aunque nunca nadie le vio beber una gota de
alcohol. Ni siquiera en las fiestas del pueblo, celebraciones religiosas y
tampoco a escondidas en la intimidad del hogar.
De pequeñito, Abundio veía a
su padre como un superhombre. Como un niño ve a su padre en algun momento, un hombre rudo y tosco, que a pesar de su
visible endeblez, le inspiraba
seguridad. Conforme pasaron los años, la madurez que le proporcionó la edad, le
dio su propia seguridad, pasando a verlo de otra manera. Parecido a como lo veían la
mayoría de personas en el pueblo, esquivo, volátil y particularmente extraño.
En alguna ocasión, en las frecuentes reuniones científicas y debates místicos
en la intimidad de sus amigos, llegaban a la conclusión de que Aquilino, no
había acabado siendo el tonto del pueblo por estar curtido en letras. Sabia de
países lejanos sin haber viajado, de guerras sucedidas en esos países e incluso
era capaz de saber los resultados químicos producidos al mezclar ciertas
sustancias. Toda esta cultura era debida a la pasión por la lectura que tenia
Aquilino desde muy pequeño. En el colegio solo aprendió a leer y escribir, pero
empapaba sus ojos de cualquier letra escrita que llegara a sus manos. Abundio
fardaba en ocasiones ante sus amigos de que su padre conservaba una maleta de
madera de cuando hizo el servicio militar. En la tapa fina de la maleta tenia
escrito, en su parte interior, aventuras vividas en aquellos tiempos, pero que
el paso del tiempo fue borrando poco a poco y ya solo se podían leer algunos
retales. A pesar de su cultura, Abundio nunca negaba la singular rareza de su
padre, pero durante años la atribuyo a la leyenda que contaban sobre Aquilino
en el pueblo. Una historia que Abundio nunca escuchó en boca de su padre y que
tampoco se atrevió nunca a preguntar a su madre por ella. Contaban en el pueblo
que estando Aquilino en plena pubertad, le visito la muerte y logro zafarse de
ella, consiguiendo escapar. Decían que en una de las típicas crecidas del rio
en verano, Aquilino rondaba por una de aquellas playitas que se formaban en la
orilla y que normalmente estaban secas. Piso en falso, tragándoselo el rio y
llevándoselo la corriente rio abajo rodeado de troncos, ramas y peces muertos
que habían sucumbido al poderoso caudal del rio. A los cuatro días apareció
otra vez en el pueblo con ropa limpia y un comportamiento extraño. Como si la
muerte solo hubiera podido arrebatarle su alma interior, dejando el cuerpo
vacio. Hueco que aprovecho el alma de un barbo sin vida que flotaba junto a
Aquilino rio abajo, para colarse dentro y devolver la vida a aquel cuerpo
esmirriado. Convirtiéndose entonces en un cuerpo humano con alma de pez.
Algunas de las cábalas mentales que se hacía Abundio en su interior, llegaban a
dar por buena aquella leyenda. La muerte, insatisfecha por el fracaso en el
intento de llevarse a su padre, volvió muchos años después para llevarse a su
madre entre horribles sufrimientos. Fuese como fuese, la muerte de la Aurelia
sí que fue un palo durísimo. La pérdida de su madre, no en vano, también le
sirvió a posteriori como un argumento para explicar el comportamiento extraño
de su padre.
Ya hacía años que todas
estas historias carecían de importancia para Abundio. Todo era ya diferente. Su
vida había entrado en un bucle rematadamente insano. Su vida parecía
desmoronarse y él únicamente observaba el paso del tiempo, sin prestar mucha
atención. Ni siquiera recordaba cuando empezó aquel sin vivir. Por más vueltas
que le diera, todo acababa llegando al mismo sitio. Sus pensamientos siempre le
conducían a Alenka, aquella preciosa niña polaca que, según sus amigos, marchó
del pueblo llevando consigo la sonrisa de Abundio.
Con la serenidad del dulce
despertar, inducido por la ausencia de resaca habitual de cada día, Abundio se
sentó en una esquina del camastro y con la mirada perdida, rompió a llorar
desconsoladamente. No podía dejar de imaginar cómo sería ahora Alenka. Como
seria su blanca carita de piel tersa, llena de pecas. Un dolor insoportable le
desgarraba el pecho, mientras cada una de sus lágrimas golpeaba el suelo
salpicando tímidamente sus pies desnudos. Por un momento pensó en acabar con
aquel sufrimiento de manera rápida. Solo tenía que bajar al bar, donde como
siempre ya estarían sus amigos. No podía ser, algo tan complejo como el mal de
amor, era un error solucionarlo de una manera tan simple. La decisión estaba
tomada, lo primero era hablar con su padre, después, solo Dios podía saber.
Seco sus lágrimas y fue en
busca de su padre.
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