Los días previos al estreno
no había demasiada expectación. Tampoco era una obra novedosa, se representaba
muy a menudo y si podías asistir varias veces, tan solo podías diferenciar
algunos pequeños matices. Detalles sin importancia que no alteraban el argumento
de la obra. Aun así y a pesar de la poca expectación, rara era la vez que el
aforo no quedaba completo. Entre el público podía ver a muchas personas que
habían asistido a la función varias veces, incluso repetían su asistencia entre
breves espacios de tiempo, tan breves que ni siquiera los imaginaba capaces de
distinguir esos pequeños matices que podrían hacerla un poco diferente. Hasta
yo recordaba haber coincidido otras veces con algunos de los que allí estaban.
La obra mezclaba varios
géneros claramente diferenciados, muy enrevesada, aunque de muy fácil
entendimiento para el público en general. Comenzaba con varios actores en el
escenario y tras una ligera recolocación del decorado, todos los actores
desaparecían del escenario con una corta frase, dejando solo al actor principal
y otro secundario. El principal permanecía inmóvil, ese era su papel, mientras
el secundario representaba una especie de pantomima, sin voz, casi sin sonido
ambiente y que al final podía llegar a
interpretarse como tragedia, rara vez tragicomedia.
El prólogo, a pesar de ser
detallado y extenso, no decía mucho sobre el desarrollo principal de la obra.
Se convertía en un monólogo aburrido como siempre, con un orador muy aburrido también
y que a decir verdad, a mi me sobraba desde el principio.
Empezó la obra, quedaron
solo dos actores en el escenario y empezó la interpretación el actor
secundario. Esta vez, como vestuario había elegido un mono de color gris, quien
sabe si con dos tallas menos a la que gastaba y quien sabe también si a
propósito. En breves segundos se metió de lleno en su papel. Cogió un cubo de
agua y vació un poco del contenido en otro recipiente con asas. Poco a poco fue
dejando caer en el agua una sustancia blanca que deslizaba entre sus dedos
cariñosamente, con una suavidad que hipnotizaba. Movía con suma destreza sus
dedos para deshacer los terrones que encontraba, hasta que la sustancia rebosó
por encima del agua, formando una frágil y pequeña isla que poco a poco se hundió
en el agua, desapareciendo finalmente. Introdujo sus manos en el recipiente y
las movió con armonía mientras parecía hablar telepáticamente, comunicándose
sin palabras con aquella mezcla que estaba creando. Después de unos minutos,
con el público en silencio, el actor vestido de color gris nos dio la espalda
totalmente. Cogió un trozo de madera, lo coloco en un hueco y con un artilugio
de metal comenzó a repartir aquella mezcla creada en los huecos que había
alrededor de la cuña. Solo se podía escuchar el sonido metálico de aquella
herramienta cuando golpeaba en alguno de los bordes al arrastrarse. De repente,
un movimiento en falso movió la madera y a punto estuvo de estropear una
actuación estelar hasta el momento, pero la experiencia le hizo revolverse
hábilmente y evitar lo que parecía inevitable. No hubo ni un ligero rumor,
todos seguían en silencio y no pude evitar la tentación de desviar la vista
hacia los asistentes. Algunos miraban al escenario, otros al suelo y encontré a
uno que me miro a mi, con un gesto de complicidad, como indicándome que aquello
también formaba parte del guion.
Poco después dejó el objeto
metálico, cogió una esponja empapada en agua y mojó toda la superficie por la
que había extendido aquella mezcla cariñosamente formada. Arrastró sus toscas
manos alrededor del recipiente, como quien rebaña la rebosante salsa con un trozo de pan y
colocó toda la mezcla sobrante en una baldosa que pego en el centro de lo que
había limpiado con la esponja. Hábilmente coloco un martillo en posición vertical
aguantando la baldosa y con un par de golpes al artilugio metálico para limpiar
los restos de mezcla adheridos dio por concluida su representación. Fue una actuación
contundente, sublime, hipnótica y sobre todo tenaz, muy tenaz.
No hubo ningún aplauso, el
actor tampoco parecía solicitarlos. Al otro lado de su escenificación quedaba
el personaje principal, en su último
estreno. Su último papel, inapropiado para una carrera impresionante, toda una
vida de dedicación, para retirarse de esa manera.
Dirigí la mirada hacia atrás
otra vez y lentamente observe como todos seguían en silencio. De repente, al
fondo escuche algo – ¡descanse en paz!-- fue entonces cuando reaccioné. No
estaba en ningún teatro, ni aquel señor de gris era un actor. Era el
sepulturero, un erudito trabajando el yeso con el que selló la losa que
separaba la triste realidad, de la caja en la que estaba mi madre. Mi madre,
todos tenemos una, esa persona que hace buena la cháchara mal utilizada de “en
la salud y en la enfermedad, para lo bueno y para lo malo, en la riqueza y en
la pobreza, todos los días de mi vida” Creo que se cambió lo de “hasta que la
muerte nos separe” porque en realidad aquellas palabras se pensaron para una
madre y no para un casamiento.
Perder una madre es algo,
entre otras cosas, que cuando le pasan a uno, cree que no puede haber nada peor,
aunque lo haya. Sin embargo, al otro lado del muro, yacía mi madre, despojada y
expulsada vilmente de su vida terrenal, a cambio de toda la eternidad de regalo.
Y yo, anonadado y absorto con la faena de aquel operario del cementerio.
Han pasado días ya y pensándolo
bien, creo que ya se lo que me pasó. Fue un mecanismo de defensa. El cerebro
humano, por defecto, intenta aislarnos de las cosas que pueden causarnos dolor
y para eso utiliza métodos, por rastreros que sean, para apartarnos de una
realidad dolorosa.
Creo que si consigo
controlar ese poder, seré capaz de vivir mil años o más, así que os podéis ir
preparando.
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