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sábado, 15 de noviembre de 2014

EL LEGADO



ACLARACION
Hace poco me encontré con un dilema. Siempre creí tener claro porque hacia esto. Escribía cosas, reflexiones, opiniones, criticas, algún que otro sucedáneo de relato, como manera de pasar el rato. Generalmente eran tonterías, mis tonterías, algo parecido a lo que he visto un montón de veces por la red. Gente que se hace una foto cada día en el mismo sitio y luego las junta seguidas, gente que le gusta viajar y compartir experiencias, incluso proyectos de video en you tube, que por cierto, algunos son muy buenos. Me importa un comino lo que piense cualquiera, lo tenía asimilado. Era mi mundo, mi parcelita. Estaba preparado para soportar la humillación de cualquier crítico literario, por desconocido que fuera. Del ninguneo de conocidos, lógicamente porque nunca llueve a gusto de todos. Pero ocurrió lo que no me esperaba, me encontré con una mala interpretación de alguien cercano respecto a la publicación de una de mis reflexiones. Posiblemente la publicación que más se acerca a una perfecta exteriorización de sentimientos y me encuentro con que, quien menos te lo esperas, lo entiende a su manera. Además, lejos de contentarse con su ignorancia, se atrevió a reprocharmelo.
Como era algo que jamás imagine, reaccioné de manera brusca, lo que me provoco un bloqueo mental sin precedentes. Cambié de pasatiempo y me dediqué a desbloquearme, muy entretenido también.
La publicación en cuestión es El Legado. Solo es un recuerdo de mi padre. Por estos días se cumple el aniversario del día que ocupo su lugar en camposanto. Cosa que por otra parte, el no hubiera aprobado si hubiera podido, pero claro, no podía hacer nada. Yo miraba el féretro en la iglesia y me imaginaba lo mucho que odiaba él esas situaciones. Seguro que se estaría mirando la hora y deseando que acabara, o se iría convencido de que no se le iba a echar de menos.
 Se equivocaba, yo sí que lo echo de menos.

                                                          EL LEGADO



Después de una noche de sueños en los que pilotaba naves espaciales y conocía seres extraños, me asomé por la ventana y al ver el radiante día que provocaba el cielo despejado comandado por un sol muy poderoso, me sentí infausto. Un desgraciado en una mañana aciaga, que aparta la realidad para quedar atrapado innecesariamente por un sentimiento de infelicidad. Algo irreal si recuerdas que tan solo horas antes, alguien ha envidiado tu equilibrada y envidiable existencia. Los recuerdos durante la mayor parte de la vida, son algo que se puede manejar a tu antojo. Tu mente puede borrar o esconder los malos recuerdos para no perjudicarte y resaltar los buenos para alegrarte. Puedes recordar aquel mal trago que pasaste pero apartarlo si te molesta. Incluso los recuerdos aparentemente buenos, manejarlos y resaltarlos si es necesario. Todos los recuerdos, buenos y malos, por mucho que uno se esfuerce  durante los años que tienes la capacidad de manejarlos, siempre acabaran formando y creando todo ese material onírico que alimentará tus sueños futuros. Esto es así, aunque yo no recuerdo haber pilotado naves espaciales.
Cegado por la claridad matinal, pensé en aquella solución tan recurrente de la varita mágica. Me imaginé aquello de tener una varita mágica y poder hacer desaparecer todo lo que no te gusta. Empecé a dar varazos. En un momento había eliminado todo lo malo, pero casi me había quedado solo, sentado en un pedrusco frente al mar. Con los dedos de una mano podia contar lo unico que habia salvado. Sentí un terrible temor que me estremeció. No podía ser, no puede quedar la soledad y la inmensidad del mar como únicamente valido o “no malo” Esta claro que la varita mágica no siempre funciona.
Entonces pensé que podría servirme como solución contarle a alguien lo que me había pasado con la dichosa operación varita mágica, pero ¿a quién? Mire a mi alrededor pero no había nadie a quien le importaran esas cosas, pero tampoco me importó demasiado, lo conté y punto.
Fue al día siguiente cuando vi las cosas de otra forma. Escarbando  trastos en la casa de mis padres, encontré la maleta que llevó mi padre a la mili hace cincuenta años. Una maleta de madera, reformada varias veces y con las iníciales de su nombre “V B” cerca de la cerradura, que ahora solo servía para conservar trastos que deberían estar en la basura hace tiempo. En la parte de dentro, donde clareaba la madera,  había un extenso texto que mi padre empezó a escribir en abril de 1944 y que lamentablemente con los años estaba casi ilegible. La primera frase se podía leer bien y decía—Voy a contarles la historia de mis viajes en compañía de mi dueño—De repente volví a verme en aquella piedra frente al mar, pero con sentimientos diferentes. Con recuerdos. Recuerdos que si hubiese querido, podría haber clasificado en categorías para obviar los que no me interesaban, pero no lo hice. Aquella maleta era lo único material de entre lo poco que humildemente me dejó mi padre, que realmente tenía un verdadero valor. Dentro de ella, una fortuna, lo más valioso que poseemos las personas, mucho más que cualquier cosa material; los recuerdos. Ese es el legado más importante que conservo de mi padre. Ni dinero, ni posesiones, nada se puede comparar a toda una vida de recuerdos.
Recordé cuando siendo un niño apareció aquella maleta de madera y como él relataba los detalles de su historia. Con su imagen en mi cabeza, recordaba cuando metía mi diminuto y flacucho cuerpo en el cajón del ciclomotor para llevarme a la playa. Aquellas horribles gorras de beisbol que llevaba y que le regalaban con productos agrícolas, que solo eran nuevas durante pocos días porque no tardaban en deteriorarse. Recuerdo sus gritos cuando a deshoras o por algún contratiempo televisivo, cambiaban la programación y ponían dibujos animados en la tele--¡Miguel, dibuixooooos! Recuerdo cosas que prefiero no recordar, porque me puedo permitir el lujo de hacerlo, otras que si quiero recordar pero prefiero no detallar.
Me provoca risa el recuerdo de cuando mi hermano le intento enseñar a conducir. Menos grato era recordar lo nervioso que se ponía cuando conducía mi hermana. Recuerdo cuando me fui a la mili, como eran de diferentes sus comentarios y los de mi madre. Recuerdo que me dijo que si en la mili pedían voluntarios, que me escondiera donde fuera. Recuerdo cuando me compré mi primer coche, no podía entender como algo tan valioso, tenía que dormir en la calle. Como insistía en que los coches debían tener el maletero alto para que fuera mas cómodo cargar los sacos de abono para naranjos.
Me parece estar escuchándolo cuando decía aquello de “si dicen, que disan” que quería decir que no te preocuparas de los comentarios de la gente o “llámese h” donde h era la incógnita del problema. Recuerdo aquel partido entre Brasil e Italia de un mundial con Zico y Rossi en los equipos, en el bar que había al lado de casa que estrenaba tele en color. Recuerdo en ese mismo partido, como le llamó facha a un señor que estaba sentado a nuestro lado, pero no recuerdo porque lo hizo, si recuerdo la cara que puso aquel hombre. Recuerdo que ganó Italia con goles de Paolo Rossi.
Recuerdo cuando iba al campo a trabajar con él. El en su Mobylette y yo en bici. Llevaba una botella de cristal transparente de gaseosa La Gandiense con tapón original de alambre duro y goma, rellena de agua fresquita para pasar la tarde trabajando. Recuerdo que la botella iba en el cajón de la moto, dentro de un saco de algarrobas usado y que estaba totalmente prohibido tocarla. Tal es así, que no recuerdo que volviera ningún día vacía a casa, más bien lo contrario. Yo me preguntaba, y aun me pregunto, para qué demonios llevábamos el agua tan fresquita si no podíamos beber. El siempre decía que la llevábamos por si acaso. Algo así como que solo podíamos beber si estábamos a punto de morir resecos y deshidratados, antes no.
Recuerdo la primera tele en blanco y negro que tuvimos en casa y de cómo mi padre la custodiaba como si fuera un Ferrari. Las broncas que le echaba mi madre cuando pasaba la moto por medio de casa con el suelo recién fregado. Recuerdo lo poco que le gustaban las fiestas, cenas y esas cosas, fuera de casa. El arte que tenía para beber de aquel botijo canijo que teníamos y de cómo aprendí yo a beber “al gall”
 Cuando le operaron y no me dejaban subir a verlo porque era muy pequeño y a los niños no les dejaban.
Recuerdo tantas cosas que nunca acabaría. Sobre todo recuerdo a mi padre como una buena persona, única e inigualable.
Recuerdo cosas que no me gustan pero que me veo obligado a recordar. Recuerdos muy cercanos son los de cuando llegó un día que cambió su comportamiento. No recuerdo cuando le atrapó aquella horrible enfermedad, pero sí recuerdo sus primeros efectos. No parecía el hombre que yo conocía. Recuerdo algún momento, egoísta y cruel por mi parte, donde lo sojuzgue, desconocedor de los efectos devastadores que tenía el Alzheimer. Recuerdo los sufrimientos de mi madre al convivir con una persona que después de tantos años de la noche a la mañana es tan diferente. Puto Alzheimer. Recuerdo cuando confundió a mi hija de dos o tres años, con mi mujer. Cuando empezó a olvidar quienes eran sus propios hijos. Como intentábamos en vano hacerle recordar cosas y que no recordaba, como si nunca hubieran existido.
Recuerdo cuando ya ni siquiera podía andar y ya no poníamos interés en hacerle recordar. Como le hablaba a voces sin esperar ya ninguna respuesta.
Recuerdo como si fuera ayer, como se fue apagando poco a poco, como una frágil vela castigada por la brisa. Aquel día que me acerque y le dije--¡Uelo, hem guanyat el mundial de futbol!—movió la cabeza hacia mí, cerró un segundo los ojos y los volvió a abrir. Recuerdo aquel gesto con ternura, a pesar de que, aunque fuera inconscientemente, me estaba diciendo--¡Eres tonto, eso no se lo cree ni tu madre!—
Como en los últimos días me hubiera gustado recordar con él, tantas cosas que me había dejado por el camino. Recuerdo cuando se apagó del todo, de que todo el pueblo asistió su entierro. En el mismo entierro recordé algo que había olvidado hacia tiempo, quienes eran mis verdaderos amigos.
Pasaron los meses, me acerqué a uno de los huertecillos ruinosos de naranjas que tenía mi padre y que tantas veces fui con él a trabajarlo, intentando conseguir minúsculos ingresos que casi no alcanzaban para cubrir los gastos. Estaba invadido por la maleza, abandonado, muerto. Me puse a llorar como un niño, igual que lo estoy haciendo ahora. Recordaba a mi padre, pero echándome una merecida bronca por permitir que el huerto acabara de esa forma.
En fin, solo encontré una maleta vieja, con algo escrito por mi padre. Una maleta que conocía su existencia, pero que hasta hace unos días no me di cuenta de que tenía, un valor incalculable. Cada recuerdo, incluso aquellos que ridiculizarían la figura de mi padre, aumenta su valor. Ese es el legado de mi padre, los recuerdos que me ha despertado y que nada tienen que ver con la maleta.
Cada día intento no olvidar lo importantes que son los recuerdos. Esos que cuando llega el día que buscas la varita mágica porque tu vida no fluye con normalidad, te hacen sentir mejor sin hacer desaparecer nada. Recuerdos que puedes compartir cada día, braseándolos a través de un blog o algo similar. Puede que sea una tarea inútil, pero quien sabe cuando me atrapará el Alzheimer o algo peor y no tendré ningún recuerdo más. A diferencia de mi padre, mis textos no se deteriorarán como los suyos en la maleta. Puede que a mis hijos no les sirvan de nada, puede que sí y ellos hagan lo mismo con sus hijos. ¿Quién puede saberlo?
No tengo bienes, ni propiedades importantes, esto será lo más valioso que hereden mis hijos, aunque sea inmaterial.
Ese será mi legado.


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