ACLARACION
Hace poco me encontré con un
dilema. Siempre creí tener claro porque hacia esto. Escribía cosas,
reflexiones, opiniones, criticas, algún que otro sucedáneo de relato, como
manera de pasar el rato. Generalmente eran tonterías, mis tonterías, algo
parecido a lo que he visto un montón de veces por la red. Gente que se hace una
foto cada día en el mismo sitio y luego las junta seguidas, gente que le gusta
viajar y compartir experiencias, incluso proyectos de video en you tube, que
por cierto, algunos son muy buenos. Me importa un comino lo que piense
cualquiera, lo tenía asimilado. Era mi mundo, mi parcelita. Estaba preparado
para soportar la humillación de cualquier crítico literario, por desconocido
que fuera. Del ninguneo de conocidos, lógicamente porque nunca llueve a gusto
de todos. Pero ocurrió lo que no me esperaba, me encontré con una mala
interpretación de alguien cercano respecto a la publicación de una de mis
reflexiones. Posiblemente la publicación que más se acerca a una perfecta exteriorización
de sentimientos y me encuentro con que, quien menos te lo esperas, lo entiende
a su manera. Además, lejos de contentarse con su ignorancia, se atrevió a
reprocharmelo.
Como era algo que jamás
imagine, reaccioné de manera brusca, lo que me provoco un bloqueo mental sin
precedentes. Cambié de pasatiempo y me dediqué a desbloquearme, muy entretenido
también.
La publicación en cuestión
es El Legado. Solo es un recuerdo de mi padre. Por estos días se cumple el
aniversario del día que ocupo su lugar en camposanto. Cosa que por otra parte,
el no hubiera aprobado si hubiera podido, pero claro, no podía hacer nada. Yo
miraba el féretro en la iglesia y me imaginaba lo mucho que odiaba él esas
situaciones. Seguro que se estaría mirando la hora y deseando que acabara, o se
iría convencido de que no se le iba a echar de menos.
Se equivocaba, yo sí que lo echo de menos.
EL LEGADO
Después de una noche de
sueños en los que pilotaba naves espaciales y conocía seres extraños, me asomé
por la ventana y al ver el radiante día que provocaba el cielo despejado
comandado por un sol muy poderoso, me sentí infausto. Un desgraciado en una
mañana aciaga, que aparta la realidad para quedar atrapado innecesariamente por
un sentimiento de infelicidad. Algo irreal si recuerdas que tan solo horas
antes, alguien ha envidiado tu equilibrada y envidiable existencia. Los
recuerdos durante la mayor parte de la vida, son algo que se puede manejar a
tu antojo. Tu mente puede borrar o esconder los malos recuerdos para no
perjudicarte y resaltar los buenos para alegrarte. Puedes recordar aquel mal
trago que pasaste pero apartarlo si te molesta. Incluso los recuerdos
aparentemente buenos, manejarlos y resaltarlos si es necesario. Todos los
recuerdos, buenos y malos, por mucho que uno se esfuerce durante los años que tienes la capacidad de
manejarlos, siempre acabaran formando y creando todo ese material onírico que
alimentará tus sueños futuros. Esto es así, aunque yo no recuerdo haber
pilotado naves espaciales.
Cegado por la claridad
matinal, pensé en aquella solución tan recurrente de la varita mágica. Me
imaginé aquello de tener una varita mágica y poder hacer desaparecer todo lo
que no te gusta. Empecé a dar varazos. En un momento había eliminado todo lo
malo, pero casi me había quedado solo, sentado en un pedrusco frente al mar.
Con los dedos de una mano podia contar lo unico que habia salvado. Sentí un
terrible temor que me estremeció. No podía ser, no puede quedar la soledad y la
inmensidad del mar como únicamente valido o “no malo” Esta claro que la varita
mágica no siempre funciona.
Entonces pensé que podría
servirme como solución contarle a alguien lo que me había pasado con la dichosa
operación varita mágica, pero ¿a quién? Mire a mi alrededor pero no había nadie
a quien le importaran esas cosas, pero tampoco me importó demasiado, lo conté y
punto.
Fue al día siguiente cuando
vi las cosas de otra forma. Escarbando
trastos en la casa de mis padres, encontré la maleta que llevó mi padre
a la mili hace cincuenta años. Una maleta de madera, reformada varias veces y
con las iníciales de su nombre “V B” cerca de la cerradura, que ahora solo
servía para conservar trastos que deberían estar en la basura hace tiempo. En
la parte de dentro, donde clareaba la madera, había un extenso texto que mi padre empezó a
escribir en abril de 1944 y que lamentablemente con los años estaba casi
ilegible. La primera frase se podía leer bien y decía—Voy a contarles la
historia de mis viajes en compañía de mi dueño—De repente volví a verme en
aquella piedra frente al mar, pero con sentimientos diferentes. Con recuerdos.
Recuerdos que si hubiese querido, podría haber clasificado en categorías para
obviar los que no me interesaban, pero no lo hice. Aquella maleta era lo único
material de entre lo poco que humildemente me dejó mi padre, que realmente
tenía un verdadero valor. Dentro de ella, una fortuna, lo más valioso que
poseemos las personas, mucho más que cualquier cosa material; los recuerdos. Ese
es el legado más importante que conservo de mi padre. Ni dinero, ni posesiones,
nada se puede comparar a toda una vida de recuerdos.
Recordé cuando siendo un
niño apareció aquella maleta de madera y como él relataba los detalles de su
historia. Con su imagen en mi cabeza, recordaba cuando metía mi diminuto y
flacucho cuerpo en el cajón del ciclomotor para llevarme a la playa. Aquellas
horribles gorras de beisbol que llevaba y que le regalaban con productos
agrícolas, que solo eran nuevas durante pocos días porque no tardaban en
deteriorarse. Recuerdo sus gritos cuando a deshoras o por algún contratiempo
televisivo, cambiaban la programación y ponían dibujos animados en la
tele--¡Miguel, dibuixooooos! Recuerdo cosas que prefiero no recordar, porque me
puedo permitir el lujo de hacerlo, otras que si quiero recordar pero prefiero
no detallar.
Me provoca risa el recuerdo
de cuando mi hermano le intento enseñar a conducir. Menos grato era recordar lo
nervioso que se ponía cuando conducía mi hermana. Recuerdo cuando me fui a la
mili, como eran de diferentes sus comentarios y los de mi madre. Recuerdo que
me dijo que si en la mili pedían voluntarios, que me escondiera donde fuera.
Recuerdo cuando me compré mi primer coche, no podía entender como algo tan
valioso, tenía que dormir en la calle. Como insistía en que los coches debían
tener el maletero alto para que fuera mas cómodo cargar los sacos de abono para
naranjos.
Me parece estar escuchándolo
cuando decía aquello de “si dicen, que disan” que quería decir que no te
preocuparas de los comentarios de la gente o “llámese h” donde h era la
incógnita del problema. Recuerdo aquel partido entre Brasil e Italia de un
mundial con Zico y Rossi en los equipos, en el bar que había al lado de casa
que estrenaba tele en color. Recuerdo en ese mismo partido, como le llamó facha
a un señor que estaba sentado a nuestro lado, pero no recuerdo porque lo hizo,
si recuerdo la cara que puso aquel hombre. Recuerdo que ganó Italia con goles
de Paolo Rossi.
Recuerdo cuando iba al campo
a trabajar con él. El en su Mobylette y yo en bici. Llevaba una botella de
cristal transparente de gaseosa La Gandiense con tapón original de alambre duro
y goma, rellena de agua fresquita para pasar la tarde trabajando. Recuerdo que
la botella iba en el cajón de la moto, dentro de un saco de algarrobas usado y
que estaba totalmente prohibido tocarla. Tal es así, que no recuerdo que
volviera ningún día vacía a casa, más bien lo contrario. Yo me preguntaba, y
aun me pregunto, para qué demonios llevábamos el agua tan fresquita si no
podíamos beber. El siempre decía que la llevábamos por si acaso. Algo así como
que solo podíamos beber si estábamos a punto de morir resecos y deshidratados,
antes no.
Recuerdo la primera tele en
blanco y negro que tuvimos en casa y de cómo mi padre la custodiaba como si
fuera un Ferrari. Las broncas que le echaba mi madre cuando pasaba la moto por
medio de casa con el suelo recién fregado. Recuerdo lo poco que le gustaban las
fiestas, cenas y esas cosas, fuera de casa. El arte que tenía para beber de
aquel botijo canijo que teníamos y de cómo aprendí yo a beber “al gall”
Cuando le operaron y no me dejaban subir a
verlo porque era muy pequeño y a los niños no les dejaban.
Recuerdo tantas cosas que
nunca acabaría. Sobre todo recuerdo a mi padre como una buena persona, única e
inigualable.
Recuerdo cosas que no me
gustan pero que me veo obligado a recordar. Recuerdos muy cercanos son los de
cuando llegó un día que cambió su comportamiento. No recuerdo cuando le atrapó
aquella horrible enfermedad, pero sí recuerdo sus primeros efectos. No parecía
el hombre que yo conocía. Recuerdo algún momento, egoísta y cruel por mi parte,
donde lo sojuzgue, desconocedor de los efectos devastadores que tenía el
Alzheimer. Recuerdo los sufrimientos de mi madre al convivir con una persona
que después de tantos años de la noche a la mañana es tan diferente. Puto
Alzheimer. Recuerdo cuando confundió a mi hija de dos o tres años, con mi
mujer. Cuando empezó a olvidar quienes eran sus propios hijos. Como
intentábamos en vano hacerle recordar cosas y que no recordaba, como si nunca
hubieran existido.
Recuerdo cuando ya ni
siquiera podía andar y ya no poníamos interés en hacerle recordar. Como le
hablaba a voces sin esperar ya ninguna respuesta.
Recuerdo como si fuera ayer,
como se fue apagando poco a poco, como una frágil vela castigada por la brisa.
Aquel día que me acerque y le dije--¡Uelo, hem guanyat el mundial de
futbol!—movió la cabeza hacia mí, cerró un segundo los ojos y los volvió a
abrir. Recuerdo aquel gesto con ternura, a pesar de que, aunque fuera
inconscientemente, me estaba diciendo--¡Eres tonto, eso no se lo cree ni tu
madre!—
Como en los últimos días me
hubiera gustado recordar con él, tantas cosas que me había dejado por el
camino. Recuerdo cuando se apagó del todo, de que todo el pueblo asistió su
entierro. En el mismo entierro recordé algo que había olvidado hacia tiempo,
quienes eran mis verdaderos amigos.
Pasaron los meses, me
acerqué a uno de los huertecillos ruinosos de naranjas que tenía mi padre y que
tantas veces fui con él a trabajarlo, intentando conseguir minúsculos ingresos
que casi no alcanzaban para cubrir los gastos. Estaba invadido por la maleza,
abandonado, muerto. Me puse a llorar como un niño, igual que lo estoy haciendo
ahora. Recordaba a mi padre, pero echándome una merecida bronca por permitir
que el huerto acabara de esa forma.
En fin, solo encontré una
maleta vieja, con algo escrito por mi padre. Una maleta que conocía su
existencia, pero que hasta hace unos días no me di cuenta de que tenía, un valor
incalculable. Cada recuerdo, incluso aquellos que ridiculizarían la figura de
mi padre, aumenta su valor. Ese es el legado de mi padre, los recuerdos que me
ha despertado y que nada tienen que ver con la maleta.
Cada día intento no olvidar
lo importantes que son los recuerdos. Esos que cuando llega el día que buscas
la varita mágica porque tu vida no fluye con normalidad, te hacen sentir mejor
sin hacer desaparecer nada. Recuerdos que puedes compartir cada día,
braseándolos a través de un blog o algo similar. Puede que sea una tarea
inútil, pero quien sabe cuando me atrapará el Alzheimer o algo peor y no tendré
ningún recuerdo más. A diferencia de mi padre, mis textos no se deteriorarán
como los suyos en la maleta. Puede que a mis hijos no les sirvan de nada, puede
que sí y ellos hagan lo mismo con sus hijos. ¿Quién puede saberlo?
No tengo bienes, ni
propiedades importantes, esto será lo más valioso que hereden mis hijos, aunque
sea inmaterial.
Ese será mi legado.
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