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lunes, 15 de diciembre de 2014

LA CAJA


La verdad es que no estaba muy animado, era domingo, a finales de agosto y hacía un bochorno insoportable. Empezaba un servicio de tarde, con un tren dirección a Rafelbuñol y cuando entré en la cabina  en Palmaret, ya me había fundido casi el litro y medio de agua que tenía para toda la jornada. Es lo que tiene este trabajo, enseguida hay que centrarse en el tajo y entrar en materia, aunque estés desecado. En menos de cinco minutos ya esperaba el primer cruce en Almacera.
Estacionado en Albalat, frente a la señal de salida, comprobando el andén para poder cerrar las puertas y continuar la marcha, sonó el teléfono  de la cabina. Por poco no se me salió el corazón disparado del pecho. Que susto por el amor de Dios, pero aquella fue la llamada que me arregló la tarde sin duda alguna.
La llamada era del Puesto de Mando y al contestar, pensé lo a gusto que me quedaría comentándole el susto que me había dado el teléfono. Pero claro, solo lo pensé. Mi corazón seguía acelerado, pero el mensaje que me dieron quedó claro, o eso creía yo.
Me comunican que en Museros estarán los vigilantes de seguridad para recoger una caja que va en mi tren y que alguien ha reclamado. En el primer coche concretamente. En los dos o tres minutos de trayecto hasta Museros, le iba dando vueltas al asunto de la caja y porqué no me habían dicho que saliera yo a buscarla, como ocurre en otras situaciones similares. Al llegar a Museros, veo que no hay nadie en el andén. Miro hacia el edificio de la estación, por la parte de detrás, salgo  al andén incluso, pero no hay ningún vigilante. Empiezan a invadirme dudas de si la orden me había quedado tan clara ¿me habrán dicho Masamagrell y yo entendí Museros? No sé, pero no podía retrasarme más, así que continué hasta Masamagrell, confiando que estarían allí. Efectivamente, allí estaban los vigilantes, aunque yo hubiera jurado que me dijeron Museros. Estaciono el tren y abro la puerta de la cabina hacia el pasaje. Me preguntan los vigilantes si me han avisado de una caja que se habían dejado. Si, pero en el primer coche podíamos comprobar que no había ninguna caja relevante a la vista. Ante la duda, sugiero que vayan a mirar hasta el final del tren, para eso me espero sin iniciar la marcha. Llegan hasta el final y no hay ninguna caja, por lo menos como la imaginábamos  y que con las pocas personas que viajaban en el tren, seguro que hubieran dado con ella. Yo no sabía exactamente qué tipo de caja buscábamos. Una caja grande de cartón, una caja con fruta, así imaginaba yo la caja de la que hablaba el Puesto de Mando.
Dispuesto a continuar el viaje, les digo que no se preocupen, que yo mismo aviso al Puesto de Mando de que no encontramos ninguna caja.
--¿Por qué esa no será?—digo yo, señalando una cajita pequeña que había solitaria en un asiento cercano, como de cromos o de algún juguetito de tienda de todo a cien.
--¡No, no, hombre! No creo que sea eso—me dice uno de los vigilantes perplejo.
Continúo viaje y llego tan retrasado a Rafelbuñol que cambio de cabina obviando aquella cajita del primer coche. Llamo y explico que no hemos encontrado ninguna caja, salvo una cajita de cartón insignificante y sin aparente importancia, que había en un asiento. Me preguntan cómo era la caja y mientras describía algo tan simple, me responden que me escuchan mal, entrecortado, que llame cuando estacione en Museros, que hay mejor cobertura. No podía quitarme de la cabeza la cajita. ¿Podía ser la caja que buscaban? ¿Habría algo importante dentro de lo que parecía una caja de petardos falleros? Un fajo de billetes de quinientos euros, joyas camufladas, el arma de un crimen u otras tantas chorradas fruto de la imaginación absurda que provoca la soledad de la cabina. Le di tantas vueltas, que cuando estacioné en Museros, me fui en busca de la caja, que ahora estaba en el último coche. Aun estaba allí, solitaria en el asiento. La cogí con cuidado, como lo haría un artificiero, me la llevé a la cabina y volví a llamar al Puesto de Mando.
--Hola, mira que he cogido la caja que te he dicho antes y me la he traído a la cabina, pero no creo…
--¿Puedes describirla?—me pregunta el Inspector del Puesto de Mando.
--Si claro, es una caja de La Vaca que ríe Palitos.
--¿Cómo?
--Si hombre, son unas mini rosquilletas con un vasito de queso blando al lado, supongo que para mojar los palitos.
--… (Pausa)… ¡pero! ¿Qué hay dentro?
--Pues lo que  he dicho. Hay un pack de palitos empezado y tres más sin abrir. En cuanto tenga tiempo la miro bien y te digo si contiene algo más.
A esas alturas, ya me costaba mucho aguantarme la risa y creo que al otro lado del teléfono también. Veía la vaca reírse en el dibujo de la caja y yo me partía de risa.
Finalmente no había ningún tesoro dentro de la caja. Quizás fue un regalo de alguien que me vio desanimado y me la dejó ahí para la merienda, esperando que la encontrara.
Lástima que sea alérgico a los lácteos, pero es cierto que en este trabajo solitario, el sentido del humor es muy importante para mantenerte fresco, aunque solo sea mentalmente.

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