A pesar de ser consciente de
la realidad que me rodea, reconozco que jamás llegue a pensar que todo iba a
acabar de esta manera. Yo tenía otros planes, pero la tendencia de las familias
humildes como de la que yo desciendo, era destinar el poco capital que
conseguían como proletariado mal pagado, íntegramente para los estudios de los
hijos. Siempre con la única intención de que los hijos no pasaran las penurias,
casi analfabetas, y pudieran ser personas de provecho, con conocimientos. La
moda, por llamarlo de alguna manera, era tener los suficientes estudios como
para poder presentarte a alguna oposición de funcionariado, ya que era un
trabajo fijo y seguro. No me estoy inventando nada, por lo menos en mi entorno
y nivel social, lo ideal era sacar una plaza de cartero en el pueblo, maestro o
algo similar. No creo que a mi padre después de venir de trabajar de sol a sol
en el campo, se sentara a la mesa para comerse el único plato caliente del día
y pensara—mi hijo tiene que ser empresario--. Lo más probable era que ni
siquiera tuviera tiempo, en un rato debería volver a coger la azada para
ponerse al tajo. Las que pensaban eran las madres, que también tenían que
trabajar en el caso de que fueran varios hijos los que debían estudiar, además
de encargarse de todo lo demás y cuando digo todo lo demás, me refiero a todo
lo demás.
Y eso pasó, fue mi madre la
que pensaba en las oposiciones para funcionario, algo que permitiera llevar una
vida digna. Pero yo quería ser ingeniero y estudiaba para serlo, con unas notas
muy buenas pero sin llegar a ser brillantes. Entonces llego el momento, la
oposición perfecta era hacer la mili en ferrocarriles, para luego tener un
trabajo fijo. El entorno era perfecto, mi madre había sido guardabarreras en
los años cincuenta y teníamos muchas conversaciones relacionadas con temas
ferroviarios. Acepté el reto y lo compagine con lo que eran los estudios que yo
prefería.
La vida de las personas está
llena de “un antes y un después”, cosas que pasan y ya nada vuelve a ser igual
nunca más. Así ocurrió, aprobé los malditos exámenes de oposición. No sé si por
mi apellido (no creo que los ideales de mi padre fueran del gusto burgués),
porque mi madre fue guardabarreras, o más bien porque los exámenes tenían un
nivel de octavo de EGB. Eso descubrí después, gente con estudios atrapada,
vestidos de azul y desfilando con un arma que parecía pesar una tonelada, pocos
hijos de guardabarreras me encontré.
Allí empezó todo o acabo
todo, muchas veces me planteo esta cuestión mentalmente y tiene
difícil
respuesta, nunca podre saber qué hubiera pasado de no aprobar aquella
oposición. Todo sería más sencillo de poder ver el futuro ¡no te jode!
Decidido, dejo atrás mis
estudios y un trabajo de verano en la playa de Gandía que me daba para piezas
electrónicas y revistas especializadas que complementaban mis estudios,
mientras a pocos metros mis amigos seguramente disfrutaban de la playa. El
sueño de cualquier adolescente en verano, estar a unos metros de la playa y no
poder disfrutar de ella.
A lo que voy, con el examen
aprobado, tengo que elegir tres modalidades: Movimiento, Tracción o Trenes. Ahí
ya me pillas ¿Qué hago? Movimiento son estaciones, Tracción serán maquinistas y
Trenes ¿Qué demonios es Trenes? Sin conocer mucho sobre el tema, elegí Trenes y
a la aventura.
YO QUERIA SER MAQUINISTA
Poco tiempo tardé en
perdonarle a mi madre que se hubiera preocupado, con toda la buena intención de
una madre, por que tuviera un futuro
como persona honrada y con un trabajo digno. Justo el tiempo que tarde en
decidir, como un gilipollas, que ya no iba a estudiar más y que iba a tirar
todo lo que ya había avanzado al cubo de la basura.
Me hice ferroviario. Lo sé, suena raro pero
antes nos llamaban así. Sin tener aun los 20 años, me veo saltando de la
locomotora en marcha para cambiar agujas en Altos Hornos de Vizcaya,
enganchando vagones de carbón, mineral de hierro y contenedores para formar
trenes mercancías larguísimos que acompañaba, algunas veces de pie en la cabina,
por los frondosos bosques de eucaliptos del norte de España. Realizando la
intervención en ruta de trenes de viajeros, encajonado en un uniforme azul de
militar, con una gorra acartonada que imposibilitaba el aireo de lo que, años
después, fue una alopecia inevitable y legendaria entre los varones de mi
estirpe.
Ya entonces veía con
admiración a aquel señor que manejaba la locomotora y que no tenia pinta de
tener muchos estudios, pero que me parecía un sabio. Era el maquinista. Unas
veces con mono de mecánico de taller de coches y logotipo de FEVE, otras de
paisano. Limpios, sucios como marranos, con la bola de cotón en la mano o unos
guantes de enganchar, negros como el carbón de los vagones que yo enganchaba.
Así iba yo también, pero yo no tenía aquel glamur que tenía el maquinista. En
ocasiones íbamos los dos tan sucios como los puercos, pero el maquinista era el
que mandaba. A veces te nombraban como el jefe del tren, pero de jefe nada, se
hacia lo que sabiamente decidía el maquinista
y a callar. Pero a callar contento, porque cada día era un disfrute
diferente, algo nuevo aprendías y si se terciaba, no faltaba la risa o la
carcajada entre nosotros. Cada uno sabia su papel y el mío, sin duda, era
aprender y empaparme de la sabiduría de aquel señor, que por cojones era
infinitamente más capacitado que yo. Era RESPETO, esa palabra que últimamente
se le da poca importancia en nuestra sociedad. Esa palabra es la primera que
pienso cuando recuerdo ir en la locomotora de tren de mercancías rebosando mineral
de hierro conducida por alguno de los hermanos Del Blanco Miguel u otros tantos
maquinistas de FEVE que a pesar de recordar sus caras, he olvidado sus nombres.
Como seguramente ellos habrán olvidado el mío, porque yo no era nadie, solo un
niñato de “academia” que hacía lo que le mandaban, porque por muchos estudios
que tuviera, era un ignorante en aquel mundo. Eso sí, un ignorante ilusionado,
trabajador y respetuoso con aquellos que sabían muchísimo más que yo, aunque no
supieran cual era la capital de Liberia. La experiencia era la que infundía mas
respeto aun, esos señores seguramente estaban curtidos en mil batallas
ferroviarias, yo no les llegaba ni a la suela de los zapatos, ni siquiera lo
pretendía. En ocasiones, al principio también venían compañeros míos que habían
elegido la opción de Tracción, como Ayudantes de Maquinista. De mi edad pero
con otras expectativas, su comportamiento era similar al mío, RESPETO. El
maquinista mandaba y nosotros escuchábamos, lo malo en estas ocasiones era que,
obligatoriamente, uno de los tres iba de pie en la locomotora y siempre era
alguno de los dos niñatos, por supuesto.
Pasaron los años y me vine a
mi tierra. No había trenes de mercancías por lo que me enquisté en la categoría
de Interventor en Ruta. Una tarea mas cómoda físicamente, pero muy castigada
mentalmente por el avance imparable de la falta de respeto y la tontería humana
de la sociedad en general. También teníamos estrecha relación con el maquinista
y ya te podías encontrar algunos de ellos con tu misma edad, aquellos que en la
primera elección, escogieron Tracción. El respeto era el mismo. ¿Por qué digo
esto? Lo digo por los viajeros que viajaban en los trenes. Independientemente
de la edad que tuviera el maquinista, cualquier problema que tuviera yo pidiendo
billetes, no se resolvía igual si acababa saliendo el maquinista de la cabina.
Si tenía que salir el maquinista porque no recibía la señal de tren dispuesto y
era debido a un problema con algún viajero, se podía liar parda. El maquinista
era el dueño y señor en el manejo de estas situaciones, si salía de la cabina,
todo el mundo firmes. Así lo recuerdo yo y así era generalmente el maquinista
entonces, infundía mas temor si salía de la cabina, que cualquier vigilante
uniformado de los de ahora.
Cuando la situación empeoró,
mi trabajo cada vez era más delicado, resultaba costoso pedir los billetes y
sonreír, mientras un energúmeno te estaba llamando hijo de puta. Yo quería ser maquinista, pero quizás había
dejado pasar varias oportunidades y estaba en un momento que no iba a ser
fácil.
Acabé de rebote e
injustamente, a pesar de lo que piensan algunos, como maquinista, pero del
tranvía. Había cambiado mocos por babas. Ni de lejos era lo que yo pensaba
sobre ser maquinista. No abandone el problema de los viajeros que tanto me
asqueaba y no había conseguido la categoría de maquinista que anhelaba. Con
todo el respeto del mundo, pero yo me sentía el chofer del autobús o el
encargado de poner la atracción de feria en marcha. Y no lo digo por
menospreciar su labor, que doy fe de que es importantísima, porque estuve siete
larguísimos años realizándola. Pero yo no quería eso, yo quería ser maquinista.
Al final conseguí serlo, no con ERE de por medio, ni con mejora de empleo ni nada similar.
Fue presentándome en régimen interno para cubrir unas plazas de maquinista,
realizando todas las pruebas que en ese momento eran necesarias. De la misma
manera que consiguieron ser maquinistas muchos de los compañeros que ahora
están conmigo. Se puede comprobar que he dicho muchos en vez de todos, como me
hubiera gustado decir. Llegó el día en que solo Dios, bueno no solo Dios, es de
dominio público el porqué, cualquiera podía ser maquinista. Cuando digo
cualquiera, me refiero incluso a cualquier persona contratada y que antes se
dedicaba a vender seguros, por poner un ejemplo. ¿Esto es bueno, es malo? Pues
no sabría responder, lo que sé es que se han perdido todos los valores que para
mi representaba un maquinista experimentado. Y no quiero entrar en detalles
porque me tacharan de insolidario o dirán que a mí me regalaron algo, cosa que
no es cierta y lo puedo probar.
La figura del maquinista se
ha deteriorado tanto, que se ha convertido en el eslabón perdido del
ferrocarril en la empresa “ferroviaria” donde trabajo. Todo esto es mi opinión
y al que no le guste que se aguante. Viene precedida de un comentario privado
que me hizo un compañero hace unos días. Sin discusión previa, sin alusiones
concretas, me dijo algo que me hizo meditar otra vez todas estas cosas. Dijo algo
así como—todos estos niñatos deberían arrodillarse cuando pasamos nosotros—Esto
sacado de contexto puede sonar mal, pero yo estoy totalmente de acuerdo y se
exactamente a lo que se refería, no es ninguna barbaridad.
Me imagino a mi mismo
levantándole la voz a Valeriano o a Laudelino mientras conducía su locomotora,
dándole lecciones sindicales a Alberto Pérez maquinista de FEVE en Bilbao o
discutiéndole algún tema laboral a Lázaro en Luchana; me entra el canguelo solo de pensarlo. Y pedía
consejo hasta para la mezcla del bocadillo si hacía falta y no era por miedo,
era por RESPETO.
Yo no sé si nosotros mismos
nos lo hemos buscado, si es lo mejor que nos podía pasar y si en realidad lo
merezco por pardal, pero yo quería ser maquinista y he acabado siendo un
maldito chofer; despreciado por clientes, ignorado por superiores, pisoteado
por jóvenes con meses de experiencia de maquinistas y asqueado, totalmente
asqueado, de tanta tontería. Soy más joven que aquellos maquinistas que
idolatraba y me siento un anciano.
¡Maldita sea!
Por favor, que alguien
busque respeto en el diccionario. No busques la capital de Liberia, ya te digo
yo que es Monrovia.