Pocos son los detalles que
diferencian a los mortales al nacer. Es el destino quien se regodea moldeándonos
como si fuéramos figuras maleables, para llevarnos por diferentes caminos de la
vida, siempre en dirección a un mismo final, la muerte.
El caprichoso destino se
cebó con el padre de El Gorgo escribiéndole el guión más macabro imaginado,
siendo el principal protagonista y a conciencia además, él mismo.
Separados del grupo, El Femi
se dispuso a contarle a Abundio lo ocurrido el invierno anterior, manifestando visiblemente
unas maneras, como si fuera a desvelarle el secreto mejor guardado del
universo.
Antolino y Paquita, así se
llamaban los padres de El Gorgo, pero el diminutivo de sus nombres no
concordaba con su tamaño físico. Antolino tenía un cuerpo enorme. Era muy
tosco, de actitud áspera y brusca, no toleraba que se le contradijese nada.
Esta era una manía que la mayoría de los habitantes del pueblo respetaba por la
cuenta que les tenía. Era desabrido y muy violento, tenía un humor otorgado a
todos los diablos conocidos y el lenguaje en su boca siempre resultaba
malsonante porque blasfemaba las peores cosas a cada momento y por los más
insignificantes motivos. Su ropa siempre tenía girones y descosidos. Parecía ir
sucio por condición y casi podía considerarse normal, puesto que se dedicaba a
la albañilería y ya se sabe que en ese oficio y en el de pintor, hay manchas
que no salen nunca. Aunque, a decir verdad, no era muy amigo del agua y
contaban las malas lenguas que nadie le vio nunca lavarse. La Paquita, su mujer,
pregonaba por el pueblo que solo una vez lo vio bañarse y fue porque le llamó
borracho y él quiso demostrarle que no le tenía miedo al agua.
Por el contrario Paquita, la
madre de El Gorgo, era también grande pero larguirucha, chupada, flaca y poco
estilizada. Parecía estar tísica, no tenía aspecto de buena salud; con la tez
cetrina y las mejillas hundidas. Era extremadamente religiosa y siempre vestía
de luto, a pesar de no tener a nadie cercano morando en camposanto. Era
huérfana de nacimiento y sus pocos parientes, de un pueblecito de Salamanca, la
ignoraron a muy temprana edad. De ahí que buscara cobijo emocional en la fe
cristiana, aunque en ocasiones fuera de manera exagerada.
La casa de El Gorgo era de
las más bonitas del pueblo, no por economía ya que el nivel social que tenían
era muy parecido al del resto del pueblo, humilde; sino por las buenas manos y
maneras de albañil que tenía Antolino. Durante años, en sus ratos libres había
engalanado con esmero la fachada de la casa. Adornos en balcones y cornisas,
hacían de esa casa un retablo único en el pueblo.
Dentro de sus rarezas, El
Gorgo y sus progenitores formaban una familia normal y de lo más común que se
podía ver en el pueblo. Pero el invierno anterior ocurrió algo que cambió el
transcurrir de sus vidas. Ese algo tenía un nombre, Justine. Justine era una
cuarentona exuberante, con rasgos germanos y que compró una casa en el pueblo,
unos quince años atrás. Al principio solo se le veía en verano y luego
desaparecía, pero desde hacía un par de años, ya no se marchaba al acabar el
verano. Era muy reservada y poco se sabía de ella, por lo menos que nadie
pudiera demostrar y bien sabe Dios que si alguien podía demostrar algo, no podía
hacerlo públicamente. Solo se le podía ver por la calle cuando salía con su
clásico descapotable rojo, posiblemente para ir a la ciudad, y cuando
regresaba. Pero a pesar de que no se le veía por las calles del pueblo, ni
bares, ni tiendas, fue capaz de romper más de una pareja y no menos de dos o
tres matrimonios católicos. Poco se sabía de ella, pero eso sí, los rumores
malsanos sobre su comportamiento corrían como la pólvora; que si bien no eran
infundados del todo, si que lo eran desproporcionados en muchas ocasiones y
alguna vez inventados. Se podía decir que lo poco que se sabía de ella era
fruto de los rumores que circulaban por el pueblo. Lo de que era extranjera se podía
ver a cuatro leguas, pero que trabajaba de prostituta en la ciudad y rumores de
esa índole, de momento solo eran eso, rumores.
Para las mujeres del pueblo
era como el demonio disfrazado, una lagarta, bicho malo, incluso un pendón.
Para los hombres era otra cosa, era como la imagen de un limón que obliga a
salivar inconscientemente. Ya sea por el efecto de alguna sustancia química
corporal y sensorial o por los designios de la naturaleza, no se conoce varón
que no tenga en mente ciertas cosas sucias y pecaminosas ante la visión de
ciertas calenturas femeninas, pero afortunados son los que saben controlarlo y
reprimirlo si es necesario u obligado.
El Femi puso la mano en el
hombro de Abundio, aparentando expresar que lo que le iba a contar
seguidamente, era más fuerte aun de lo que se podía imaginar.
Resulta que le contaron a la
Paquita que vieron salir un día, de la casa de Justine, a su marido Antolino, el
padre de El Gorgo. Esta, acorraló a Antolino en casa el día adecuado, elegido
muy premeditadamente como hace cualquier esposa experta. Aprovechó el momento
que le vio debilitado, debido a alguna ingesta excesiva de alcohol, para
intentar sonsacarle sobre lo que había llegado a sus oídos. Viéndose contra la
espada y la pared Antolino no lo negó, pero afirmó que el motivo de su visita a
casa de Justine solo fue por motivos de trabajo. Que mediando un tercero, que
no nombró, le tuvo que hacer a la extranjera una chapuza en la cocina ¿Pero
porque nunca se lo contó a la Paquita? Ese fue su error o lo que él creyó más
acertado, según se mire. Era algo delicado en cualquier caso, pero dada la reputación
que le adjudicaban en el pueblo a Justine, lo mejor para Antolino hubiera sido
ir a contarle a la Paquita el trabajito que le había salido y luego hacerlo.
Puede que pensara que si se lo contaba, jamás haría ese trabajo o puede que en
su cabeza rondara otro tipo de trabajito. Nadie nunca lo sabrá, pues la verdad
se la llevo con él a la tumba.
Los días posteriores a la discusión
de los padres de El Gorgo fueron muy tranquilos, demasiado tranquilos,
puntualizaba El Femi en su relato a Abundio.
Antolino dejó de trabajar, vestía
con la poca ropa que tenia decente, incluso algún día se le pudo ver con traje
de chaqueta, aunque viejo, muy chocante para los que estaban acostumbrados a
verlo haraposo. La Paquita estaba más tiempo en la iglesia que en casa y a la
hora de las misas, se acurrucaba en uno de los bancos de las esquinas, tapándose
la cara con un velo negro para esconder la vergüenza. Lo poco que salía de su
boca en presencia de alguien, tenía que ver con el diablo, al que ponía como único
culpable de su desdicha. Tanto fue así, que hasta Antolino recitó ante testigos
más de una vez, haber hecho un pacto con el diablo en persona.
Abundio, levantó la mano
ante El Femi, como insinuando entender porque repetía El Gorgo aquello de que
hizo un pacto con el diablo.
Antolino, el padre de El
Gorgo, se convirtió en otra persona. Parecía sentirse abandonado y todos los días
salía temprano de casa en dirección al rio. Se le podía ver cerca del rio,
sentado bajo algún árbol. Ausente, pero sin llegar a estar desorientado, parecían
poseerle lúgubres pensamientos. El desamparo y desespero posiblemente fueron la
causa de que se le apareciera traicioneramente un fantasma disfrazado de
consuelo y descanso, que ante tanta soledad no tuvo problema para
familiarizarse con él: el pensamiento de la muerte. El comportamiento de
Antolino en sus paseos, indicaba claramente que ese pensamiento le acompañaba
constantemente. Miraba mucho el árbol bajo el que se sentaba, comprobaba la
resistencia de alguna de las ramas más gordas del árbol, incluso se le llegó a
ver pasear con un trozo de cuerda en la mano. Pasaron unos cuantos días y se
fue transformando. La seguridad que le daba la decisión que parecía haber
tomado, ejercieron en Antolino una especie de benéfica influencia. Empezó a
aparentar una sensación de bienestar interior muy extraña, muy rara en él para
los que le conocían. Probablemente el caprichoso destino le permitió disfrutar
de sus negros pensamientos y le dejo saborear algunas gotas de placer y de
picante sabor en la copa de la muerte. Tan caprichoso y retorcido, que no le
dejaba colgarse de aquella rama de árbol que ya había seleccionado, sin dejarle
saborear un poco más el amargo dulzor de la vida, atormentándose con su
desdicha y repitiéndose a sí mismo, que había hecho un pacto con el diablo y no
se podía romper.
Un día, cercano a las
celebraciones navideñas, Antolino inició su huida diaria de la realidad en dirección
al rio y nunca más regreso a casa. Fue encontrado al día siguiente, sin vida,
enganchado en un árbol hundido en una orilla del rio. Tuvieron que venir las
autoridades y la Guardia Civil de la ciudad, por lo complicado que fue
recuperar el cuerpo sin vida de Antolino. Después de varios días de lluvias
torrenciales, el rio bajaba embravecido, la riada había destrozado el puente. Todavía
muchos se preguntan, porque el caprichoso destino hizo que quedara allí cerca
enganchado en el árbol y no fuera arrastrado lejos por la fuerza del agua. En
un bolsillo, un papel en blanco sirvió de comidilla a la gente del pueblo para
alimentarse, durante días, de rumores inventados. Pero la verdad siempre se
quedo con Antolino.
Abundio, sin decir ni una
palabra, miró hacia el rio y luego agachó la cabeza. Inevitablemente, rompió a
llorar como un niño, consciente de que lo hacía por tantos motivos, que era
injusto atribuir sus lágrimas a uno solo de ellos. Y lo mejor de todo era que
no sentía ninguna vergüenza.
Secó sus ojos llorosos e
invitó a El Femi a sentarse otra vez en los pedruscos del rio con el resto de
amigos. Sin hablar, solo con la mirada, pactaron que nunca más hablarían de
este asunto.
Continuará…
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