oncontextmenu='return false' onkeydown='return false'>

viernes, 20 de septiembre de 2013

AQUEL VERANO Capitulo 5



En el pueblo todos conocían el camino de los cipreses. Lo llamaban así por los monumentales cipreses que convertían un tramo de camino en el lugar más fresco en las sofocantes tardes de verano. Altos y frondosos provocaban a sus pies un anochecer antes de tiempo. El camino conservaba el suelo húmedo todos los días del año, ya que el sol no llegaba nunca a tocar el suelo.
Sin embargo, para Abundio no era más que el calvario. Intercaladas entre los cipreses, había unas casetas como campanarios en miniatura con una cruz en lo más alto. En una ventana profunda, se podían ver pegados al fondo, unos ladrillos de cerámica. En los ladrillos se podían ver imágenes decoradas que representaban pasajes conocidos de las sagradas escrituras. La madre de Abundio era muy religiosa y los recuerdos más frescos que tenia de ella, trataban temas sobre la iglesia. Así pues, solía contarle como antiguamente los feligreses de la parroquia, caminaban por el camino deteniéndose en las casetas a rezar. Rezaban por los sufrimientos de Cristo, decía su madre. En algunas casetas se podía leer grabado el nombre de alguna persona importante del pueblo.  Justamente la caseta del calvario que tenia la imagen de Cristo arrastrando la cruz, llevaba el nombre de Genaro el boticario. Los caprichos del destino quisieron que la hija del boticario, Luciana, se casara con Ernesto el de la Maruja.
Fue Ernesto el que obligo a don Antonio el cura a proteger las imágenes de las casetas del calvario, ya que más de una vez aparecían destrozadas a pedradas. Don Antonio estuvo durante dos semanas, agazapado durante horas entre las casetas, para pillar al culpable. Allí engancho a Ernesto piedra en mano, dispuesto a culminar otra de sus travesuras. Lo llevó hasta su casa a rastras, tirando de la oreja. Cuando llegaron, la oreja de Ernesto parecía un filete de carne recién cortado. El cura sabía que este iba a ser el mayor castigo que recibiría,  pues sus padres estaban curados de espanto. Eran tantas las veces que llegaba a casa con alguien tirando de su oreja, que ya no hacían mucho caso. Lo dieron por imposible desde muy pequeñito.
El verdadero calvario para Abundio lo tenía frente  sus ebrios ojos. Con la borrachera que llevaba, se convertía en un reto enfilar las calles cuesta arriba hasta llegar a su casa paterna. Calles cubiertas con desiguales adoquines, algunos de ellos relucientes y resbaladizos. Tiempo atrás, los adoquines eran más toscos y ásperos, pero el aumento en el pueblo de vehículos con ruedas de goma,  los pulió y los hizo brillantes. Por lo menos eso es lo que decía Anastasio el señor alcalde, para justificar los numerosos resbalones por los que recibía queja.
Inicio la marcha con paso firme, pero la desigualdad de los adoquines, convertía cada pisotón en un desequilibrio pronunciado. Era la estampa de un pato mareado con patas de distinta longitud. En una de las imágenes de su calvario particular tenía que torear a Ernesto el de la Maruja. Este, desde hacía  tres años, se pasaba los primeros días que Abundio estaba en el pueblo instigándole. No le tenía miedo, pero cuando Abundio se separaba de la protección de su amigo El Gorgo, se sentía frágil ante algunos acontecimientos del pueblo.
Años antes, Abundio tuvo un idilio con Luciana, la hija del boticario cuando aun no se había casado con Ernesto. Un encuentro tan volátil como el alcohol que debió ingerir Abundio aquel día. No duro ni la semana entera que paso aquel verano en el pueblo. Tan insignificante y extraño que lo olvido antes de partir de nuevo a la ciudad a trabajar en la fábrica. Para Luciana no fue lo mismo, se le quedo más enquistado. Oía decir muchas veces a su padre lo buen partido que sería casarse con el hijo de la Aurelia. Dos años después del corto romance de Abundio con la Luciana, esta se caso con Ernesto a pesar de que muchos pensaron que ella podría haber encontrado algo mejor. La verdad es que ella no fue muy agraciada cuando se hizo el reparto de hermosura y además rebosaba carnes y excedente de tocino, por cada pliegue de su ropa. Bueno, lo decían algunos del pueblo, otros aseguraban que era una oveja descarriada y resultaba facilona. La intersección de diversos factores y la mala suerte provocaron que acabara en cinta, preñada por Ernesto, lo que les obligo a casarse. Después de casados, el novio se entero del lio que había tenido su mujer  con Abundio, unos años antes. Se convirtió en una obsesión amargarle el verano a Abundio, siempre que estuviera lejos de la protección de sus amigos. De nada servían los intentos de Abundio por explicarle que solo fue un roce si importancia y que la única mujer que él tenía en mente era la chica polaca que marcho del pueblo con sus padres adoptivos hacia años. La mayor parte de los chicos del pueblo que rondaban edades parecidas, habían tenido el mismo roce sin importancia con la Luciana, lo que cabreaba aun más a Ernesto. No podía asimilar que el chico más malote del pueblo había sido cazado por la moza mas repasada. Pero ¿Por qué iba a por Abundio? Nunca lo entendió.
Abundio recorría su calvario con una única cosa en su cabeza, la cama. Hablando solo, pero sin hablar. Pensando en voz alta sin entenderse a sí mismo. No podía enlazar palabras completas. Cuando llego al cruce de las cuatro calles, como todos los años, le esperaba el hijo de la Maruja. Con su ropa niquelada como si se tratara del típico chico formalito que aun viste su madre. Normalmente le esperaba en este cruce para atacarle con sus casi inocentes insultos y alguna que otra leve colleja. Pero aquel verano, todo parecía diferente. Abundio, que no atinaba a caminar en línea recta, se paro delante de él, le miro y sin cruzar palabra, le vomito encima. Continúo su sinuoso camino hacia la cama y allí quedo Ernesto estupefacto y con la ropa maloliente, viendo como se alejaba Abundio.
Por fin, consiguió tumbarse en la cama. Saco un pie por un lado y lo apoyo en el suelo en un intento de parar aquel carrusel. Todo daba vueltas. Como ya había descargado la cerveza en la ropa de Ernesto, no pudo evitar un breve momento de inocente lucidez. Se quedo observando las formas que se proyectaban en la pared, debido a una luz que entraba por la ventana. La luz del reloj nuevo del campanario incidía en los cristales de la lámpara, produciendo diversas formas abstractas que se podían ver en la pared.
Comenzaba entonces el habitual recuerdo que tenía de Alenka, antes de conciliar el sueño. Aquella chica que se fue llevándose su vitalidad, su corazón y como solía decir El Gorgo, su sonrisa. Sintiéndose un paralitico sentimental, recordó su voz, que parecía el suave y modulado trino de las Cheras cuando volaban en grupo. Suave y estridente a la vez. Sus rubias coletas y su fina piel de tono claro, muy frágil si se exponía mucho tiempo al intenso sol de verano. Sus grandes ojos también claros cubiertos por unas grandes pestañas, desproporcionadamente negras. Tenía los brazos delgados y elásticos y unas piernas larguiruchas pero esbeltas. Un sentimiento intenso y extraño que cada día convertían el alma de Abundio en una completa ruina.
Como llevaba años haciendo, gritando en el silencio más absoluto y notando un vacio en el hueco donde se aloja el corazón, cerró los ojos confiando en seguir recordándola mientras dormía.

Continuara….

No hay comentarios:

Publicar un comentario