En el pueblo todos conocían el camino de los cipreses. Lo
llamaban así por los monumentales cipreses que convertían un tramo de camino en
el lugar más fresco en las sofocantes tardes de verano. Altos y frondosos
provocaban a sus pies un anochecer antes de tiempo. El camino conservaba el
suelo húmedo todos los días del año, ya que el sol no llegaba nunca a tocar el
suelo.
Sin embargo, para Abundio no era más que el calvario.
Intercaladas entre los cipreses, había unas casetas como campanarios en
miniatura con una cruz en lo más alto. En una ventana profunda, se podían ver
pegados al fondo, unos ladrillos de cerámica. En los ladrillos se podían ver imágenes
decoradas que representaban pasajes conocidos de las sagradas escrituras. La
madre de Abundio era muy religiosa y los recuerdos más frescos que tenia de
ella, trataban temas sobre la iglesia. Así pues, solía contarle como antiguamente
los feligreses de la parroquia, caminaban por el camino deteniéndose en las
casetas a rezar. Rezaban por los sufrimientos de Cristo, decía su madre. En
algunas casetas se podía leer grabado el nombre de alguna persona importante
del pueblo. Justamente la caseta del
calvario que tenia la imagen de Cristo arrastrando la cruz, llevaba el nombre
de Genaro el boticario. Los caprichos del destino quisieron que la hija del boticario,
Luciana, se casara con Ernesto el de la Maruja.
Fue Ernesto el que obligo a don Antonio el cura a
proteger las imágenes de las casetas del calvario, ya que más de una vez aparecían
destrozadas a pedradas. Don Antonio estuvo durante dos semanas, agazapado
durante horas entre las casetas, para pillar al culpable. Allí engancho a
Ernesto piedra en mano, dispuesto a culminar otra de sus travesuras. Lo llevó
hasta su casa a rastras, tirando de la oreja. Cuando llegaron, la oreja de
Ernesto parecía un filete de carne recién cortado. El cura sabía que este iba a
ser el mayor castigo que recibiría, pues
sus padres estaban curados de espanto. Eran tantas las veces que llegaba a casa
con alguien tirando de su oreja, que ya no hacían mucho caso. Lo dieron por
imposible desde muy pequeñito.
El verdadero calvario para Abundio lo tenía frente sus ebrios ojos. Con la borrachera que
llevaba, se convertía en un reto enfilar las calles cuesta arriba hasta llegar
a su casa paterna. Calles cubiertas con desiguales adoquines, algunos de ellos
relucientes y resbaladizos. Tiempo atrás, los adoquines eran más toscos y ásperos,
pero el aumento en el pueblo de vehículos con ruedas de goma, los pulió y los hizo brillantes. Por lo menos
eso es lo que decía Anastasio el señor alcalde, para justificar los numerosos
resbalones por los que recibía queja.
Inicio la marcha con paso firme, pero la desigualdad de
los adoquines, convertía cada pisotón en un desequilibrio pronunciado. Era la
estampa de un pato mareado con patas de distinta longitud. En una de las imágenes
de su calvario particular tenía que torear a Ernesto el de la Maruja. Este,
desde hacía tres años, se pasaba los
primeros días que Abundio estaba en el pueblo instigándole. No le tenía miedo,
pero cuando Abundio se separaba de la protección de su amigo El Gorgo, se sentía
frágil ante algunos acontecimientos del pueblo.
Años antes, Abundio tuvo un idilio con Luciana, la hija
del boticario cuando aun no se había casado con Ernesto. Un encuentro tan volátil
como el alcohol que debió ingerir Abundio aquel día. No duro ni la semana
entera que paso aquel verano en el pueblo. Tan insignificante y extraño que lo
olvido antes de partir de nuevo a la ciudad a trabajar en la fábrica. Para
Luciana no fue lo mismo, se le quedo más enquistado. Oía decir muchas veces a
su padre lo buen partido que sería casarse con el hijo de la Aurelia. Dos años después
del corto romance de Abundio con la Luciana, esta se caso con Ernesto a pesar
de que muchos pensaron que ella podría haber encontrado algo mejor. La verdad
es que ella no fue muy agraciada cuando se hizo el reparto de hermosura y además
rebosaba carnes y excedente de tocino, por cada pliegue de su ropa. Bueno, lo decían
algunos del pueblo, otros aseguraban que era una oveja descarriada y resultaba
facilona. La intersección de diversos factores y la mala suerte provocaron que
acabara en cinta, preñada por Ernesto, lo que les obligo a casarse. Después de
casados, el novio se entero del lio que había tenido su mujer con Abundio, unos años antes. Se convirtió en
una obsesión amargarle el verano a Abundio, siempre que estuviera lejos de la protección
de sus amigos. De nada servían los intentos de Abundio por explicarle que solo
fue un roce si importancia y que la única mujer que él tenía en mente era la
chica polaca que marcho del pueblo con sus padres adoptivos hacia años. La
mayor parte de los chicos del pueblo que rondaban edades parecidas, habían tenido
el mismo roce sin importancia con la Luciana, lo que cabreaba aun más a
Ernesto. No podía asimilar que el chico más malote del pueblo había sido cazado
por la moza mas repasada. Pero ¿Por qué iba a por Abundio? Nunca lo entendió.
Abundio recorría su calvario con una única cosa en su
cabeza, la cama. Hablando solo, pero sin hablar. Pensando en voz alta sin
entenderse a sí mismo. No podía enlazar palabras completas. Cuando llego al
cruce de las cuatro calles, como todos los años, le esperaba el hijo de la
Maruja. Con su ropa niquelada como si se tratara del típico chico formalito que
aun viste su madre. Normalmente le esperaba en este cruce para atacarle con sus
casi inocentes insultos y alguna que otra leve colleja. Pero aquel verano, todo
parecía diferente. Abundio, que no atinaba a caminar en línea recta, se paro
delante de él, le miro y sin cruzar palabra, le vomito encima. Continúo su
sinuoso camino hacia la cama y allí quedo Ernesto estupefacto y con la ropa
maloliente, viendo como se alejaba Abundio.
Por fin, consiguió tumbarse en la cama. Saco un pie por
un lado y lo apoyo en el suelo en un intento de parar aquel carrusel. Todo daba
vueltas. Como ya había descargado la cerveza en la ropa de Ernesto, no pudo
evitar un breve momento de inocente lucidez. Se quedo observando las formas que
se proyectaban en la pared, debido a una luz que entraba por la ventana. La luz
del reloj nuevo del campanario incidía en los cristales de la lámpara,
produciendo diversas formas abstractas que se podían ver en la pared.
Comenzaba entonces el habitual recuerdo que tenía de
Alenka, antes de conciliar el sueño. Aquella chica que se fue llevándose su vitalidad,
su corazón y como solía decir El Gorgo, su sonrisa. Sintiéndose un paralitico
sentimental, recordó su voz, que parecía el suave y modulado trino de las
Cheras cuando volaban en grupo. Suave y estridente a la vez. Sus rubias coletas
y su fina piel de tono claro, muy frágil si se exponía mucho tiempo al intenso
sol de verano. Sus grandes ojos también claros cubiertos por unas grandes
pestañas, desproporcionadamente negras. Tenía los brazos delgados y elásticos y
unas piernas larguiruchas pero esbeltas. Un sentimiento intenso y extraño que
cada día convertían el alma de Abundio en una completa ruina.
Como llevaba años haciendo, gritando en el silencio más absoluto
y notando un vacio en el hueco donde se aloja el corazón, cerró los ojos
confiando en seguir recordándola mientras dormía.
Continuara….
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