Hace más de veinte años,
siendo aun un adolescente, empecé mi andadura en el mundo ferroviario. Joven y
alocado. Alejado de la familia y de mi tierra natal. Más o menos como la
mayoría de mis compañeros. Estábamos en una etapa de la vida en la que el significado
de civismo lo aprendías cotidianamente, en nuestro, caso sin demasiada
colaboración paterna desgraciadamente.
Era fin de semana y volvíamos
a casa desde Madrid en un tren de aquellos que llamaban cariñosamente “borreguero”. Era el más barato y el más
divertido. Tenía compartimentos para descansar y pasillos para hacer el energúmeno.
Allí mismo estábamos, cuando oímos el taladro del Interventor que se iba
acercando pidiendo los billetes. Cuando estuvo a la vista dijo uno de nosotros:
-¡Que viene el pica!
Aquel hombre con aire
marcial, propio de un Legionario y con una gorra de plato impecable, igual que
su uniforme, señaló a un niño pequeñito que jugaba con su madre para decir
visiblemente enfadado:
-A ese niño le permito que me llame “pica”,
para ustedes soy el señor Interventor en Ruta.
Ojala se me hubiera
tragado la tierra. Que bochorno pase y que miedo. Lo miraba y como si estuviera
viendo al Sargento de la Guardia Civil
de mí pueblo. En aquel momento me administré una buena dosis de civismo asimilándola
poco a poco utilizando la educación que había recibido ¿Una anécdota? Para mi
fue algo más.
Cosas de la vida, pocos
años después yo trabajé como Interventor en Ruta. Lo hice durante más de diez
años y no recuerdo ninguna vez que alguien me llamara señor Interventor en
Ruta. Normalmente era el “revisor” o el “pica”. También oí vocablos rebuscados
como “tiquetador” o “billetero”. En el mejor de los casos era simplemente el
Interventor que para mi era todo un piropo. Durante esos años fui testigo en
primera persona de la degradación del civismo. Mis principales problemas en el
trabajo solían darse con grupos de adolescentes desbocados. Normalmente eran
situaciones provocadas por su comportamiento y la falta de respeto. Por
ejemplo, realizando la intervención, encontrarme un grupo de chavales sentados,
mientras dos ancianos de pie, coordinaban movimientos para aguantar el
traqueteo del tren y las voces desproporcionadas de aquellos jóvenes. No estaba
dentro de mis obligaciones laborales pero si dentro de mis obligaciones
morales. No podía aguantarme y tenía que decir algo. Entonces empezaban los
problemas. Era el blanco de todas las actuaciones incívicas de estos
desalmados. Ninguna grave ni condenable, pero suficientemente incisivas para no
ignorarlas. No quiero generalizar, no eran todos así, menos mal. Aprendí que
ante estas situaciones lo mejor era no ponerse nervioso o por lo menos, que no
se te notara. Disimula y actúa con firmeza o estas acabado, ese era mi lema. Vaya
chapuza de lema, nunca conseguía llevarlo a la práctica. Alguna vez me pregunté
si mi forma de actuar guardaba relación con lo que me pasó con aquel señor con
gorra de plato ¡perdón¡ con el señor Interventor en Ruta de RENFE. Si era así,
tenía que empezar a cambiar porque nunca me funcionaba aquella frase cuando la
utilizaba yo, seguramente porque no tenía aire marcial ni gorra de plato, vete
a saber. Con los años se fue haciendo más difícil dominar estas y otras
situaciones parecidas. Al final me rendí, era complicado ser educado y poner
buena cara mientras me insultaban a mí y a mi familia.
En estos últimos años la
convivencia social y el respeto han sufrido muchos cambios. Es normal, la sociedad
ha cambiado. No hay que tirar la toalla, puede que no sea demasiado tarde y
podamos infundir la moral correcta o por lo menos adecuada a nuestros jóvenes para
afrontar el futuro. Tranquilos, tenemos la ayuda de Internet, las redes
sociales y la televisión o también lo podemos combinar todo mientras nos vamos
de “botellón”.
Así sí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario