Me incorpore a la
plantilla de Ferrocarrils de la Generalitat
Valenciana a finales de los años ochenta. Realicé funciones
de Interventor en Ruta en FEVE pero la intervención de trenes en Valencia era
otro mundo. Tenia que adaptarme rápido, el estrés constante y el numero de
viajeros era mucho mayor de lo que había conocido en las ciudades del Norte de
España que había trabajado antes. La suerte que tiene el Interventor es que
siempre va acompañado por el Maquinista que es una ayuda en momentos delicados.
El problema es que yo era nuevo y aun no conocía bien a los compañeros. Novato
y tímido era la combinación perfecta para atraer los problemas, como el que
tuve aquel día.
Era un sábado por la
mañana en un tren Lliria-Valencia. Hacía un día de perros. Parecía el fin del
mundo, rayos, truenos y una lluvia desproporcionada que a duras penas podía
contener el chasis de aquel tren azul con el que circulábamos. Hace mucho
tiempo y no recuerdo que tipo de tren era ni quien era el maquinista. Era un
señor mayor, comparado conmigo claro. Bajábamos de Lliria cada uno a lo suyo
mientras el planeta parecía acabarse afuera. De repente, acercándonos a Fuente
del Jarro, se oyó un trueno espeluznante y acto seguido un petardazo en la
cabina, acompañado de una llamarada. Con una sangre fría impresionante el
maquinista dio una patada a la maneta del freno para detenerlo y lo consiguió.
Mientras yo calmaba a los viajeros se apresuró a buscar los extintores para
apagar un fuego pequeño que quedó prendido en el lateral de la cabina, justo
donde antes del petardazo había una especie de voltímetro o algo similar
¡Sorpresa! Estaban casi vacíos y con lo poco que les quedaba no fue suficiente.
Me mando a por un extintor a alguna de las fábricas del polígono. El novato, o
sea yo, salió corriendo mientras pensaba que no iba a ser fácil. El sábado
cerraban casi todas las fábricas y además tenían que cambiar todos los libros
de geografía de España. El río más caudaloso ya no era el Ebro, era la calle
que tenía enfrente de mí. La única fábrica que encontré abierta tenía el
extintor más grande que jamás había visto. Debería existir una ley que obligara
a llevar ruedas a los extintores de este tamaño. Con ruedas se hubiera
convertido en una hormigonera, vaya pedazo de extintor. Me lo tuve que llevar
en brazos yo solo. El señor que me autorizó a llevármelo me dijo convencido que
no podía ayudarme. No podía porque se iba a mojar. Lo entiendo, solo tenía que
verme a mi para llegar a esa conclusión. Agarré como pude aquella bombona y
volví a cruzar el río, ya con menos caudal, en dirección al tren. Llegué
jadeando y el maquinista se asomo para darme la noticia. Que ya no hacía falta
el extintor, estaba apagado. Sentí alivio pero yo estaba chorreando y me
temblaban los brazos de llevar aquel monstruo. Era mi turno de preguntas ¿Cómo
lo has apagado? Atención a la explicación que puede herir la sensibilidad de
alguien. Había ido llenando una lata de atún vacía en los charcos de la calle y
vertía el agua por el agujero que había dejado el voltímetro que salió
disparado con el petardazo. Con unos pocos viajes arriba y abajo había dejado
de salir humillo. Espectacular. Ahora dile eso a un tío que puede tardar días
en secarse y que a sus pies tiene a la madre de todos los extintores esperando
que vuelvas a cruzar la calle para devolverlo. Intente verlo de la mejor
manera. Lo que empezó con un gran susto y desconcierto, se soluciono de una
manera eficaz y sencilla. Yo hice lo que pude pero solo fue físico, el peso
intelectual de la operación extinción estuvo a cargo del maquinista. Un gran
profesional. Que no me lo discuta nadie.
Texto---Miguel Bou
Dibujo-Lope Troya
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