Con la mejor ropa que tenía
limpia y planchada, encaró Abundio la calle de la ermita cuesta abajo, en
dirección a la plaza. Arreglado y acicalado como lo dejaba su madre de pequeño
para ir a misa el domingo. Una sensación tan inusual, que se miraba y se sentía
ridículo, pero no por su aspecto, sino por la serenidad y lucidez que
desprendía. La total ausencia de resaca y alcohol, inusual últimamente,
convertían el olor que desprendía su after shave, en embriagador. No era para
menos, la botella de aquel líquido para después del afeitado, llevaba años en
el baño de la casa del pueblo. Se había vuelto resabiado con los años y poco
después de usarlo, llegaba incluso a producirle ronchones en la piel, debido
posiblemente a la potencia que adquieren los licores con el paso de los años.
Esa tarde empezaban las fiestas
del pueblo. Solo había fiesta un par de días, pero para la gente del pueblo era
lo más grande que pasaba en todo el año. Todos los años en verano, se
celebraban dos días de fiesta en el pueblo de Abundio. Era una fiesta religiosa
en honor al patrón del pueblo San Isidoro, santo que daba nombre a la vieja
iglesia del pueblo. Durante esos días los habitantes del pueblo disfrutaban de
festejos, poco opulentos, pero con un significado importante para todos. Si
bien no eran celebraciones muy ostentosas, permitían a los vecinos disfrutar un
par de días de los actos que preparaban cada año los muchachos voluntarios del
pueblo. Marcado por las misas en honor al santo patrón y los paseos hasta la
ermita recorriendo el pueblo, de la imagen de San Isidoro llevado en procesión.
Para Abundio solo eran dos días más de su estancia semanal en el pueblo, solo
cambiaba el ambiente. En esos días, no era raro ver a los jóvenes trasnochar y
emborracharse como si quien no lo hiciera, fuera a acabar en la cárcel. Ante
esto, las cotidianas borracheras de Abundio y sus amigos, pasaban más
desapercibidas esos días. No eran fiestas muy llamativas, dependía siempre de
lo generoso que quisiera ser don Anastasio el alcalde y de la asistencia a misa
durante el año de los jóvenes organizadores. Don Antonio, el cura, también
solía aflojar algo de dinero recaudado en el cepillo, para que no deslucieran
por lo menos las procesiones a San Isidoro, pero debía ver en misa a los
muchachos festeros, la mayoría de domingos. A pesar de que los jóvenes que
organizaban los festejos recogían donaciones voluntarias por las casas del
pueblo, la situación económica de la mayoría de familias no ayudaba a recaudar
gran cosa. Para compensar la falta de presupuesto, ellos mismos trabajaban los
adornos del pueblo y otras cosas banales. El dinero conseguido iba destinado
mayormente a la orquesta que amenizaba el baile y alguna pobre comida de
invitación. Abundio y El Gorgo nunca participaron en la organización de las
fiestas, si lo hicieron un año El Femi y su primo Woody. Se pasaban tardes
enteras confeccionando banderitas con papel cebolla que pegaban a hilo rafia
con un mejunje que fabricaban con agua y harina. Algún año del que se dispuso
de mayor presupuesto llegaron a comprarse banderitas que representaban países
del mundo y que Abundio aprovechaba, cuando era pequeño, para enorgullecerse
recordando que su padre, Aquilino, era
capaz de saber a qué país pertenecían y cuál era su capital. Estos adornos los
colocaban los festeros entre balcones o clavos en las fachadas ayudados por una
escalera alta que tenia Don Ramón en el trastero del colegio. Probablemente,
debido a sus orígenes valencianos, Don Ramón el maestro tenía mucha afición por
la pirotecnia y era el encargado de estos menesteres durante las fiestas. Todos
los años, poco antes de fiestas recibía un paquete postal desde su pueblo natal
que contenía unos pocos metros de traca, muy típica en Valencia y algunos
petardos. No era gran cosa, pero servían para sorprender con ruido a los
habitantes del pueblo, tan poco acostumbrados a estos fenómenos explosivos. Así
fue, que mando construir una escalera alta para poder atar su traca en la parte
alta de la calle, a la misma altura de las banderitas de adorno y que más de
una vez sufrían la onda expansiva de los “petardazos”, si no la misma
explosión, acabando medio socarradas y en ocasiones volatilizadas.
Llego Abundio al cruce de
las cuatro calles, justo donde estaba la zapatería de los padres de El Femi,
con la puerta abierta podía ver al padre sentado al fondo en una sillita casi a
ras de suelo, reparando calzado y ese fuerte olor a cola y piel inconfundible, que podía olerse hasta en la calle.
La corriente de aire que
provocaba la unión de las cuatro calles
hacía revolotear las banderitas, a veces con tanto vigor que el sonido que
producían se asimilaba al que producen un grupo de niños pequeños aplaudiendo,
llegando a romperse o despegarse del hilo rafia en ocasiones.
Ya podía ver la plaza y en el único banco que
bañaba la escasa sombra que se podía disfrutar a esas horas matinales,
vislumbro la esmirriada figura de su padre, rodeado de octogenarios con bastón.
Abundio sabía que cualquier conversación con su padre seria breve y seguramente
inútil, como lo había sido los últimos años de vacaciones en el pueblo. Pero
también sabía que aquel verano, por obligación,
tenía que ser por lo menos sincera. Aunque el resultado fuera parecido,
los hechos sobrevenidos implicaban un compromiso o por lo menos, decisiones de
futuro con fundamento. Los últimos metros que tuvo que andar hasta llegar
frente a su padre, fueron eternos. No dejaba de pensar como le explicaría su
nueva y maltrecha situación personal. Se le empezó a formar un nudo en la garganta
que parecía impedirle la respiración normal. Le preocupaba que sin haber bebido
y sin resaca, una situación
aparentemente normal como hablar con su
padre, le produjese semejante ahogo.
--¡Hola padre!—espetó
Abundio con voz temblorosa.
--¡Hombre Abundio!—contestó
Aquilino, sin casi levantar la vista y sin abandonar la conversación con los
abuelos.
--Padre, tengo que decirle
algo.
--Mirad chicos ¿os acordáis
de Abundio, mi primogénito? Si no fuera por él, nadie en el mundo podría
escuchar la radio. Fabrica bobinas para transistores.
--No padre, ya no. Han
cerrado la fábrica y me han despedido.
Aquilino lo miro unos
segundos sin decir nada, volvió la mirada hacia sus compañeros de banco en la
sombra de la plaza, volvió a mirar a Abundio.
--Vale hijo ¿qué vas al bar?
Me pareció ver por allí al hijo del Trompa.
El Trompa era el padre de El
Gorgo, mote que se había ganado a pulso en el pueblo y que no era por su arte
en el manejo de dicho juguete.
--No, vengo a verle a usted
para decirle que ya no tengo que volver a la ciudad cuando acabe la
semana—Insistió Abundio.
Empezaba a pensar que el
comportamiento de su padre estaba condicionado. Tras años de borracheras con
sus amigos, se había acostumbrado a no tomarlo en serio cuando esporádicamente
hablaban.
--He venido para quedarme,
no tengo trabajo. No tengo nada. Una maleta con ropa y un coche sin gasolina.
Estoy solo y asustado, no sé qué será de mi a partir de ahora—soltó Abundio de
un tirón, mientras se le enrojecían los ojos.
La última vez que Abundio
había llorado delante de su padre fue en el entierro de la Aurelia. Se
esforzaba en no derrumbarse, en no delatar su fragilidad personal, que en ese momento ya empezaba a ser
demasiado visible. Antes de que enfermara su madre le escucho decir a su padre
que los hombres no debían llorar, ni en el peor de los disgustos. Por eso,
evitaba que le viera cuando estaba solo con su madre en la cama consumida por
la enfermedad, llorar desconsoladamente agarrado a la mano de ella. Sin poder
controlar más el esfuerzo e incapaz de retener aquel sofoco emocional, se formo
un charco en sus ojos colorados, dejando escapar un lagrimón tan gordo que le
mojo media cara.
--Ya lo sé hijo. Se mas de
lo que te crees y sé que fue muy duro para ti la muerte de tu madre. Todos
estos años lo he visto muy claro, pero le prometí en su lecho de muerte, que
creería en ti. Así pues todo este tiempo te dejé con tus cosas. Eras capaz de
volver a la ciudad y continuar siendo un hombre de provecho. La semana que
venias al pueblo te observaba sin que te
enteraras. Tus borracheras y altercados, con el hijo grandullón del Trompa y el
hijo del zapatero. Hasta te escuché nombrar en sueños a aquella niña rusa que
adoptaron el Alfredo y la Luisa. Todo para que siguieras viniendo todos los
años y poder tenerte cerca. Ahora estoy contento de verdad, has venido a
quedarte. No te preocupes por tu futuro, aquí no necesitas gran cosa. Ya he
hablado con Tomas, el mecánico, me ha
dicho que va a necesitar ayuda en el taller. Alguien que tenga carnet de
conducir, así que en el pueblo no hay mejor candidato que tu. No te preocupes
por nada, la vida es como un largo viaje del que desconoces el destino final,
ese destino lo marcara la honradez de tus decisiones y la bondad de tu corazón.
Solo debes seguir siendo una buena persona, como te enseño tu madre.
Abundio dejo de esforzarse y
rompió a llorar como un niño por segunda vez desde que había comenzado el día.
Era sorprendente como el alcohol podía enmascarar y hacer insensibles tantas
emociones. Para Abundio eran nuevas sensaciones, buenas sensaciones que le
provocaban una paz interior que desconocía. Al mismo tiempo, sentía cierto
temor porque acababa de descubrir que no conocía a su padre. Jamás hubiera
pensado que este iba a ser el resultado de una conversación sobria con él.
También que seguía confundiendo, a pesar de su cultura internacional, la
nacionalidad de Alenka.
--Venga Abundio, vete al bar
que El Gorgo ya estará borracho y cansado de esperarte. Diviértete y no pienses
en el futuro. Y búscate una mujer que te acompañe en el viaje de la vida, que
solo se te va a hacer demasiado largo.
Abundio se secó las
lágrimas, por segunda vez también el mismo día, agachó la cabeza y sin
despedirse, se alejo de la plaza; que a esas horas ya no tenía el más mínimo
resquicio de sombra.
Abundio, como hacía
habitualmente, se dirigió hacia el bar donde seguramente ya estaban sus amigos.
Pero algo había cambiado. Algo nuevo,
que forzosamente iba a hacer aquel verano diferente y quién sabe si el
resto de su vida también.
Continuará…..
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