Todos los años, Abundio aprovechaba su semana de
vacaciones para visitar su pueblo natal. Un pequeño pueblo campesino a orillas
del rio Guadalquivir. Aquel verano, su padre y sus amigos no tardaron en
conocer que no sería solo una semana, había vuelto para quedarse más tiempo.
Abundio se marcho muy joven a trabajar a la ciudad. En el pueblo era muy
complicado aguantar, no había trabajo para los jóvenes. Solo unos pocos
privilegiados trabajaban en los pocos latifundios manejados por caciques y
otros, en una fábrica de pinturas que abrieron en la finca de Tomasin, el único
que aguanto sin vender sus tierras a los caciques; aunque sucumbió a finales de
los ochenta ante la suculenta oferta que le hizo una multinacional de pinturas.
Con este panorama, mediando un tío suyo de Córdoba, Abundio consiguió trabajo en una fábrica de bobinas, a más de
cien kilómetros del pueblo. Se pasaba doce horas diarias enrollando manualmente
un hilo de cobre aislado, sobre una barrita redonda de hierro dulce. Su
octogenario padre, le gustaba recordar a todo el que veía con un transistor en
la oreja, que podía oír la radio gracias a su hijo. Con ese trabajo, tampoco
prospero mucho, pero le daba para vivir dignamente evitando caprichos
innecesarios. Vivía de alquiler en las afueras de la ciudad, pero se había
podido comprar un viejo coche con el que viajaba al pueblo todos los veranos,
cuando tenía su corta semana de vacaciones. Sus amigos insistían todos los
años en porque no viajaba mas al pueblo, con lo bien que lo pasaban juntos esa
semana, acompañados también por el primo Woody.
Woody era hijo de
una hermana de la fallecida madre de Abundio. Una tía con la que tenía poco
trato, por las diferencias con su padre. Diferencias que nunca entendió, por
más que intento que su padre le explicase. Algunos vecinos decían que debía de
ser desde que enfermó la Aurelia, su madre. A él le daba igual, lo pasaba bien
con él y sus amigos; El Femi y El Gorgo.
Los cuatro eran inseparables durante una semana en verano.
Abundio era un tipo muy tímido y calladito, no solía reírse
aunque pareciera estar pasándolo bien. Su padre solía decir que no reía porque
tenía un corazón tan grande que le apretaba la caja y aunque se esforzara, no
podía soltar la risa. Nadie recordaba haberle visto reír con ganas, salvo sus
amigos. Esos amigos que todos los años le esperaban en la entrada del pueblo
para, después de encontrarse con el primo, ir al bar a tomar las obligadas
cervezas en la terraza, recordando viejas hazañas del grupo. Un grupo al que
desde hacía muchos años le faltaba un individuo. Aquella niña rubia con coletas
que llego un día de Polonia. La adoptaron Alfredo y Luisa, privados de la
posibilidad de tener familia. Era flacucha, con pecas, la piel blanca como la
harina y muy calladita. Los viejos decían que como había conocido la guerra, tardaría
en hablar, incluso podría ser que nunca hablara. Abundio no sabía de qué guerra
hablaban y más bien pensaba que el problema era que no entendía lo que le decían.
Así fue, con el tiempo se empezó a soltar y ya no paró de hablar. Pronto sintió
cierto interés por Abundio, el otro niño que también era calladito como ella.
Alenka se llamaba y no tardo Abundio en interesarse por aquella niña que no
le dejaba en paz. Lamentablemente, un día se fue con sus padres adoptivos y
nunca más volvió a saber de ella. Su padre le consolaba diciéndole que la
olvidara, que se había vuelto a marchar a Rusia con sus adoptivos padres, en busca de una vida mejor y que además
las mujeres soviéticas eran muy frías, debía seguir con su vida. El pobre
Abundio estuvo una temporada pensando en las palabras de su padre, sin dejar de preguntarse,
que tenía que ver Rusia con Polonia. Sus amigos siempre se empeñaron en que
aquellos tiempos, fueron los últimos que Abundio sonrió. Que
nunca más volvió a sonreír porque su sonrisa se la llevo Alenka a Polonia.
Aquel verano, como
desde hacía años, no nombraron a Alenka. Toda la conversación espontanea
inicial trato de las vacaciones de Abundio. No había vuelto solo para una
semana, volvía para quedarse porque la fábrica de bobinas había cerrado. Las
deudas ahogaron al dueño y tuvo que cerrar dejando sin trabajo a más de cien
personas. Pero eso ahora no importaba, cerveza tras cerveza pensaron en lo bien
que lo iban a pasar aquel verano, que por suerte o por desgracia, iba a ser más
largo.
Continuara……
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