Poco a poco el amanecer fue cambiando la tonalidad de la
luz que entraba por la rendija de la persiana. La claridad del día se apodero
de la habitación. Abundio sintió un leve escalofrió y tanteo con la mano la
parte más alejada de la cama, más allá de sus pies desnudos. Lamentando lo
corta que había sido la frágil oscuridad que rompía la luz del reloj del
campanario, alcanzo la antigua y gruesa sabana con su mano para cubrirse del
frescor típico que acompañaba en verano
a la aurora.
Todos los días, cuando llegaba el albor, un grupo de
estorninos se reunían en el pararrayos del campanario. Discutían y parloteaban
como señoras el día del mercado. Lejos de ceder al poder natural que le impedía
alargar el descanso resacoso, Abundio apretaba cada vez más sus ojos buscando
mas oscuridad. Irremediablemente acabo cediendo ante la implacable ascensión
del sol, el debate encendido de los estorninos y un insoportable olor a rancio.
Dejo de apretar los parpados y abrió los ojos. Inmóvil, se quedo mirando un
pequeño dragoncito que acechaba a sus víctimas en una esquina del techo. Movía
la boca, como el masticar de un anciano sin dentadura, tratando de alinear las
encías. Estaba acostumbrado a ese movimiento bucal, solo intentaba hidratar con
saliva la lengua y el paladar para contrarrestar la sequedad provocada por la
desmesurada ingesta de alcohol la noche anterior.
No tardo en
hundirse en el pozo del remordimiento. Como cada año, en el primer
despertar de resaca, juro y perjuro que era la última vez que quería verse en
ese estado. No podía seguir así, aquel verano iba a ser muy largo y si nada lo
remediaba, se quedaría en el pueblo mucho más de una semana. Su relación con El
Gorgo y El Femi hacían difícil conseguir tal hazaña, lo que en años anteriores
solo era el desfase de una semana, este año podía acabar en tragedia. Tragedia
mental y económica sobre todo, puesto que ya no iba a tener los pocos ingresos
que conseguía en la fábrica de bobinas.
Mientras se mantenía inmóvil para amortiguar los
terribles pinchazos de su cabeza, intentaba recordar sin éxito cuándo empezó
toda esa vorágine alcohólica con sus amigos del pueblo. No conseguía relacionar
sus recuerdos con el comienzo de aquel insano vicio.
Entre los cuatro amigos no había ningún tipo de tirantez.
Cada una acataba sin rechistar el lugar que le correspondía dentro del grupo.
Abundio sabía que no podía imponerse jamás a El Gorgo, aunque tuviera una
inteligencia más aguda que la suya y El Femi reconocía que estaba por debajo de
los dos, a pesar de su experiencia con las chicas, que era más sutil y
psicológica que la de sus dos amigos. La supremacía del grupo la determinaba
los músculos y la valentía, no la inteligencia, la habilidad con las féminas ni
la propia voluntad de ninguno de ellos. Este tema jamás provoco discusión
puesto que todos creían que era lo más lógico y razonable. Abundio era capaz de
calcular, casi al instante, cuantos individuos formaban una bandada de
estorninos, pero tal agilidad en el cálculo mental no justificaba una primacía
dentro del grupo. Solo era una incuestionable habilidad, pero solo eso. Tampoco
que El Femi fuera el único capaz de decir las palabras adecuadas cuando había
presencia femenina. Capaz de conquistar
a una chica con una simple frase y a la vez, dejar boquiabiertos a sus
amigos que nunca en la vida gozaron de semejante destreza verbal. Desde muy
pequeño había desarrollado un tremendo conocimiento de la psicología femenina,
seguramente relacionado con la misteriosa y estrecha relación que siempre tuvo con las niñas. Pero de todas
formas, ese toque distinguido tampoco significaba una primacía, solo era algo
que el resto de chicos de su edad envidiaban.
El primo Woody era imprevisible, tenía reacciones
inexplicables y se daba por hecho que eran debidas al olor de los productos
químicos que tragó en la fábrica de pinturas.
Era el tamaño de los músculos de El Gorgo lo que lo
convertían en líder. Cuando había que tomar alguna decisión importante, todo el
grupo seguía sin rechistar las directrices que el marcaba.
Cuando tenían doce o trece años, sus entretenimientos
eran variados, cambiantes y a la vez, solían ser algo salvajes y elementales.
No era complicado a esa edad, hallar diversión en cualquier parte y de
cualquier modo, siempre sin eludir la excitante posibilidad de cometer alguna
trastada.
Sonada fue la trastada de El Gorgo con el gato de su
vecino. Ante su cansina insistencia, sus padres le compraron una carabina de
balines de plomo. Él solo, perpetraba carnicerías de mirlos y petirrojos, que
seguramente bien mirado, podrían ser castigadas por la ley. El Gorgo siempre
decía que controlaba las vedas de caza y según la época del año en que se
encontrara, los pájaros estaban allí para comerlos. Menuda bronca se llevó
Abundio la primera vez que se le ocurrió llevar pajaritos a su madre. Aunque
creía que era toda una hazaña llevar algo de comer a casa, su madre le
recrimino que siguieran aun con todo el plumaje. No podían desplumarse en casa
porque se pasarían días envueltos en plumas por todos los rincones. Pero el que
sabía. Como iba a pensar en quitarles las plumas, si ni siquiera los había
cazado él. Abundio y El Femi solo disparaban a objetos inanimados, cualquier
blanco móvil era exclusividad de El Gorgo, para eso era el dueño de la
carabina. Solo les dejaba disparar a los palos que flotaban en el rio y algún
fruto que era inalcanzable por los métodos tradicionales. El Gorgo disparaba a
todo bicho viviente, hasta aquel día de pascua. Un día que tenía comida
familiar en su casa y que todos los años asistían la mayoría de sus tíos. El
muy bruto, disparo al gato del vecino que fisgoneaba en el tejado y del susto del perdigonazo, fue a caer
justamente a un caldero donde estaban preparando la comida especial para la celebración
familiar.
Aquel fue el día en que todos tuvieron que olvidar
definitivamente la carabina. A decir verdad, Abundio ya la había olvidado tiempo antes, ni
tocarla quería. Fue desde una de esas cacerías y en la que casualmente les
acompaño Alenka. El nunca disparo a un pájaro, pero justo uno de esos días que
la niña polaca deambulaba con ellos, a Abundio le toco el turno de disparar al
palito en cuestión, se paró un petirrojo cerca de donde apuntaba. Sin pensar,
cambio de blanco y disparó. Escucharon el conocido impacto acolchado que sonaba
cuando el tiro era certero y el pobre pajarito se precipito al suelo, inmóvil y
dejando una estela de plumillas en su caída. Abundio corrió hacia la pieza con
una extraña e inexplicable ilusión. Al coger el petirrojo aun caliente entre
sus manos, sintió un desgarro en el pecho. ¿Qué había hecho? Por sus manos
habían pasado un montón de pajaritos sin vida pero a los que él no disparó, pero
este bonito petirrojo era victima de su
maldita puntería. No era la misma sensación, había quitado la vida a un
precioso pájaro. Una culpa acentuada por la cara de tristeza que reflejó Alenka
durante bastante tiempo. Aquel fue el ultimo día que Abundio toco la carabina.
Poco después de aquello, ninguno volvió
a tocar el arma en cuestión. Fue requisada por los padres de El Gorgo después
del incidente con el gato, a pesar de que el siempre defendió que la culpa fue
del gato porque salto hacia el lado equivocado.
Harto de aguantar el maloliente hedor de la habitación y
con tanta luz que ya era inevitable desvelarse, Abundio decidió que era el
momento de levantarse. Al pisar el suelo, noto algo húmedo y resbaladizo. ¡Qué
asco! era el resto de lo que no había vomitado encima de las vestimentas de
Ernesto por la noche, desparramado por el suelo de la habitación. Esto
explicaba el terrible olor a podrido que había en el ambiente.
No podía continuar así, tenía que hacer algo para acabar
con la rutina de borracheras que encadenaba cada verano. Tenía que pensar en
algo para que aquel verano fuera diferente y además, convencer a sus amigos.
Continuara……
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