Atormentado por la reciente e innegociable obsesión de
dar un giro a su triste vida, Abundio no podía evitar sentirse como una
piltrafa. Frente al espejo, con la habitación hecha un asco y olorosa, observo
su demacrado aspecto intentando recordar donde estaría la fregona para limpiar
aquel desastre. Resacoso, escarbo en su dolorida cabeza una razón de peso que
le sirviera como excusa. Ya estaba empezando a plantearse la idea de enfilar la
calle cuesta abajo en dirección al bar donde, sin ninguna duda, ya hacia un
buen rato que estaban sus amigos. La excusa solo la necesitaba si no se unía a
ellos pronto.
Con el desastre de la habitación limpio, estuvo un rato
alternando paseos desde la ventana abierta de par en par hasta la cama, donde
se sentaba y aguantaba un momento su pesada cabeza, apoyando los codos en sus
rodillas. Miro hacia detrás donde estaba su vieja maleta. Aquella castigada
maleta con cremalleras rotas que seguía cerrada desde que salió de la ciudad. Sin
ánimos de ponerse a ello, cogió una de las mudas que utilizaba para ir al rio y
sin ordenar la ropa, la volvió a cerrar para dejarla dentro del armario. No
tenía muchas opciones y sabía que su frágil fuerza de voluntad no aguantaría
mucho. Con toda certeza, después de una ducha vería las cosas de otra manera y
acabaría en el bar, como siempre. Debía trabajar más su fuerza de voluntad si
realmente quería que fuera diferente
aquel verano.
Ya en la calle, levanto un poco la mirada forzando los
parpados para abrirlos totalmente, desafiando el intenso poder del sol que parecía
querer dejarlo ciego. Bajó la vista hacia el valle y pudo abrir los ojos
totalmente. Durante unos segundos observo aquella sensacional obra de la
naturaleza. Pasmado y envuelto en un silencio absoluto, solo roto por el trinar
de algún pájaro, miraba hacia el horizonte colorido buscando las últimas
montañas que cerraban el valle. Aquellas montes que escondían la carretera
general que llevaba a la ciudad. En un último intento voluntarioso de pelear
contra lo que parecía ineluctable (ir al bar), cogió la calle en dirección contraria
donde estarían sus amigos.
Al final estaba la ermita, la parte más alta del pueblo.
Allí había un rellano con un viejo banquito de madera y unas piedras planas que
mandó colocar Anastasio, el alcalde. Las piedras servían de asiento cuando el
lugar era muy concurrido en las tardes de primavera. Allí solían juntarse a
charlar algunos sexagenarios para criticar todo lo criticable. Lo hacían
sentados en las piedras apoyando entre
el suelo y sus manos el bastón que les había ayudado a subir la empinada cuesta
hasta la ermita. Para Abundio, aquel sitio significaba mucho. Más que observar
desde lo más alto la hermosura del valle separado por el rio, era el lugar
donde recordaba a su madre con más
intensidad. Largos ratos sentados al calorcito del sol en las fechas que
empezaba a refrescar. Allí su madre aprovechaba mejor la luz para confeccionar
los jerséis de punto con el cuello alto que tan poco le gustaban a Abundio. Lo
hacía con dos largas agujas moviéndolas con una habilidad que hipnotizaba.
Buenos momentos en compañía de su madre, de charlas y de muchos intentos de
llegar, inútilmente, hasta el rio lanzando piedras.
Cuando Abundio llego a la ermita, jadeaba como un perro.
Sudando, busco la piedra más cercana al acantilado y se sentó mirando hacia el
vacio. Inmediatamente le invadieron los recuerdos. Recordaba, como si no
hubiera pasado el tiempo, las historias religiosas de su madre y sus consejos
maternos. Recuerdos que desde hacía unos años no podían competir con los que
añoraban a Alenka, pero que en el fondo le ayudaban por una extraña relación
que había entre la niña y la madre de Abundio en vida.
Continuará…….
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