Fatigado aun por el obligado esfuerzo que requería la
última rampa de la calle que llevaba a la ermita, Abundio llenó totalmente sus
pulmones con el aire limpio y fresco que se podía disfrutar en aquel sitio
elevado. Aguantó dos segundos la respiración, como saboreándolo, hasta que lo
expulsó totalmente magullando entre dientes --¡Ay señor!--. Recordaba a su
madre utilizando la misma expresión con la única intención, probablemente, de
romper un prolongado silencio en las tertulias.
Con los efectos de la resaca casi olvidados, encendió un
cigarrillo y acomodo el trasero intentando mimetizarlo, inútilmente, en aquella
roca rugosa y desnivelada frente al acantilado.
Imaginó a su madre sentada a su lado, cuando aún era un
niño, hablándole del entramado religioso que envolvía el sacramento de la
primera comunión católica. Guapa y resplandeciente, la Aurelia le explicaba con
voz suave y sin levantar la vista de sus agujas de calceta, los beneficios
cristianos de ser creyente y las virtudes de don Antonio el cura. Era una época
dulce en la infancia de Abundio, en la que el bruto de El Gorgo aun no había
empezado a influenciar al grupo con sus necedades y reflexiones adultas. Sin
duda El Gorgo, a pesar de ser el menos inteligente del grupo, era el que más
sabia de la vida y más concretamente de las cosas de mayores.
La madre de Abundio era un referente forzado para él. Su
hermosura y gran corazón inspiraban en Abundio una paz interior y una seguridad
capaz de permitirle lanzar con más fuerza las piedras que dirigía al vacío
desde la ermita, intentando acertar en el rio. Además, fue ella la que
indirectamente consiguió que madurase aquel sentimiento infantil que tenia
Abundio por Alenka. Había una relación afectiva muy peculiar entre la Aurelia y
Alenka. Desde que Alfredo y Luisa adoptaron aquella niña polaca de ojos azules,
con los cabellos dorados, cara pálida y llenita de pecas. Recién llegada y muy
calladita, no tardo la niña en buscar cobijo en la persona de Abundio. Este era
poco hablador y en el colegio, rara vez se le escuchaba decir algo que no fuera
arrancado a la fuerza por don Ramón, el maestro. Quizás pensó que era de
personalidad más débil e intentó escudarse en el afectivamente, para
facilitarse su estrenado cambio de vida en el pueblo. La misma naturaleza
humana debió indicarle los pasos a seguir ¿Quién sabe? A pesar de su interés,
al principio no fue muy correspondida por Abundio, pero ella era muy cabezota.
La madre de Abundio condicionó mucho el progreso de aquella relación. Alenka
despertaba en la Aurelia un instinto de maternidad que desgraciadamente perdió
demasiado pronto. Ella siempre quiso una niña, aunque fuera con la cara llena
de pecas. Pero eso nunca pudo ser. Don Miguel, el médico, le dijo que después
de las complicaciones sufridas cuando nació Abundio, su útero había quedado
inservible. Su útero, pues, envejecía sin esperanzas. De ahí que la madre de
Abundio, sintiese hacia la pequeña niña polaca adoptada, una inclinación casi
materna. Si la veía rondando por la ermita, la llamaba y la sentaba en la mesa
de casa.
—Alenka, hija, —le susurraba mientras la acariciaba—querrás
una malta con leche y galletas ¿verdad?
La niña asentía y la Aurelia la atendía solícita.
—Pequeña ¿está muy caliente? ¿Te gusta? Volvía a asentir
la niña, sin palabra alguna.
Luego se interesaba por los pormenores domésticos de su
casa.
—Alenka, hija ¿Quién te lava la ropa?
—el papá
— ¿Y quién te da de comer?
—el papá
— ¿Y quién te lava la cara, las orejas y te peina?
—Nadie
La madre de Abundio sentía lastima de ella. Se levantaba,
vertía agua en una palangana y lavaba las orejas de Alenka y, después, le
peinaba cuidadosamente las trenzas. Mientras realizaba esto, musitaba como a lo
lejos “pobre niña polaca, pobre niñita guapa…” al acabar decía.
—Vaya hija, así si que estas bien guapa.
La niña sonreía débilmente y entonces la madre de
Abundio, la cogía en brazos y la besaba muchas veces, frenéticamente. Tal vez
influyera en Abundio este cariño desmedido de su madre hacia Alenka para que la
niña no fuera, ni por asomo, santo de su devoción a esa edad. Pero no, lo que
de verdad aborrecía Abundio, era que Alenka quisiera meter la nariz en todas
las salsas e intervenir activamente en cosas de chicos que no le concernían.
Pero eso que más le irritaba al principio, se acabo convirtiendo tiempo
después, en lo que más le atormentaba cuando pensaba lo mucho que la echaba de
menos. No era otra cosa que la incesante mirada de Alenka a la cara de Abundio
en un afán por interceptar todas las contingentes y eventualidades de la vida
de este.
—Abundio ¿Dónde vas a ir hoy?
—A tirarme a un pozo ¿quieres venir?
—Si—afirmaba Alenka sin pensar lo que decía.
El Femi y El Gorgo se reían y le mortificaban, diciéndole
que Alenka estaba enamorada de él. Había ocasiones en que la niña tenía que
echar mano de toda su astucia para poder ir donde Abundio. Como aquel día.
—Abundio—decía la niña—, se donde hay un zarzal repleto
de moras.
—Dime donde esta—dijo él.
—Ven conmigo y te lo enseño—espeto efusivamente ella.
Y ese día se fue con Alenka, que no le quito ojo todo el
camino. Solo tenían diez años entonces. Abundio sintió la fuerte presión de sus
pupilas en su persona, como si escarbasen con un punzón.
—Alenka ¿Por qué demonios me miras así?, le pregunto.
La niña se avergonzó pero no bajo su mirada.
—Me gusta mirarte—dijo.
—No me mires, ¿me oyes? Le soltó enfadado.
—Abundio ¿yo no te gusto?
Abundio se puso rojo como un tomate. Dudó un momento,
notando un extraño burbujeo en la cabeza. Se quedo mirándola atontado e
ignorando si en estos casos procedía enfadarse o si, por lo contrario, debía
sonreír. Aquel día, en aquel momento y con la sangre acumulándose en su cabeza,
solo se atrevió a callar y disimular fingiendo facultades para saltar un
pequeño canalillo que había cerca de ellos. Acto seguido la miró y salió
corriendo como un loco. Por la noche sintió una sensación rara. No dejaba de
pensar porque Alenka le hizo esa pregunta y porque salió huyendo sin decir
nada. En fin, solo era un crio. Años después, tras varios e inocentes escarceos
amorosos con Alenka, le encontró sentido a aquella situación tan comprometida.
Lamentablemente tarde, pues al poco
llego un día que Alenka marcho del pueblo y nunca más volvió a verla, ni a
saber de ella.
Un sentimiento de culpa volvió a estremecer a Abundio
sentado frente al acantilado. Tiro la colilla del cigarrillo al suelo, apagado
ya desde hacía un buen rato. La arrastro entre el pie y el suelo pedregoso, destrozandola
en varios pedazos. Se levantó decidido de la piedra que le estaba machacando el
trasero y emprendió la marcha por la calle, ahora cuesta abajo, en dirección al
bar. Al garete con la fuerza de voluntad, no era buena idea estar tanto tiempo
solo pensando.
Continuara……..
No hay comentarios:
Publicar un comentario