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sábado, 30 de noviembre de 2013

AQUEL VERANO Capitulo 9



Sin levantar la mirada, como buscando un adoquín concreto, Abundio caminó calle abajo resignado por lo poco que se esforzaba en poner orden en su vida. Por más que intentaba hurgar en su vacío existencial, no encontraba la más mínima fuerza de voluntad. De repente se había esfumado toda, quizás, según avanzara el día pensaría de otra forma; pero ahora ya pensaba más en el bar y en sus amigos. Aminoraba la marcha por momentos, como si inconscientemente quisiera retrasar tontamente lo inevitable. Sin parar de caminar, levantó la vista  del suelo y ya podía ver el bar al final de la calle. Seguidamente, dirigió la vista hacia el cielo y noto una gota de lluvia en su mejilla. Se podía ver un montón de nubes color gris oscuro que se iban amontonando en los montes que cerraban el valle, amenazando lluvia intensa. Volvió a acelerar el paso en un intento de evitar lo que iban a descargar aquellas nubes. Las gotas de lluvia cada vez eran más gruesas y  numerosas. A pocos metros de alcanzar la terraza del bar, desierta a esas horas, vio salir volando por la puerta, un taburete de los que había en la barra. Detrás del taburete, salió rodando por el suelo Ernesto, el cansino que se caso con la Luciana, y que la noche antes, Abundio le había vomitado encima. Seguro que El Gorgo estaba haciendo de las suyas, pensó Abundio. Con un último impulso, dio un par de saltos pronunciados y alcanzo la zona seca de la terraza del bar bajo el toldo colorido, y se planto delante de Ernesto. El hijo de la Maruja, maltrecho, se esforzaba para ponerse en pie y Abundio le tendió su mano para ayudarle. De repente Ernesto miro hacia la puerta del bar, volvió a mirar a Abundio y salió corriendo despavorido como si hubiera visto al mismo diablo. No era el diablo, sino El Gorgo que salía del bar frotándose las manos y con gesto de satisfacción.
--¿Qué pasa Abundio, porque has tardado tanto?—dijo, mientras observaba a Ernesto huyendo produciendo chapoteos en cada pisotón que daba.
--Bueno, es que he estado un rato en la ermita.
--Que jerséis más feos que te hacia la Aurelia hilando allí en la ermita—espetó El Gorgo sin venir a cuento—Venga pasa, que te he pedido una cerveza.
Estupefacto, Abundio entro en el bar y vio a su primo Woody en una esquina. Apoyado, se aguantaba la cabeza con una mano, mientras chorreaba sangre entre los dedos.
--¿Qué ha pasado?—Pregunto Abundio con cierto tono retórico, mientras de reojo veía su cerveza fresquita en la barra.
Tampoco es que tuviera demasiado interés en saberlo. Sabía que era la típica bronca con final desastroso para el primo. El motivo seguramente el de siempre. Tenía todo el día por delante para averiguarlo. Cogió su cerveza y se sentó delante de Woody a observar en silencio como le curaban la herida de la cabeza.
Los miembros del grupo de amigos, a menudo se veían forzados por El Gorgo a demostrar que tenían el valor que tienen los hombres de verdad. Lo malo es que El Gorgo pensaba que el valor de un hombre podía cambiar de la noche a la mañana. Cualquiera podía ser hoy un hombre valiente y al día siguiente un cobarde, todo dependía de que uno se aviniera o no a realizar las mismas gamberradas que él. Por otra parte, Abundio no debía violentarse mucho para imitar las machadas de El Gorgo pero el Woody sí. Y si a eso le añadías los arrebatos transitorios que sufría el primo, la respuesta a porque estaba ensangrentado seria de lo más absurda que pudiera imaginar.
Lloviendo se anulaba el baño en el rio y desde hacía años, los días lluviosos solo encontraban entretenimiento en el bar. Diversión que solía acabar siempre de la misma manera. Frente a la violencia gratuita con la que habían empezado el día los amigos, suponía una paz inusitada la lluvia que ya era muy intensa y que además parecía ir para largo.
En el pueblo de Abundio llovía mucho. Casi tres días de cada seis y en verano bastante más. En esa época, las tormentas no acertaban a escapar de los montes que rodeaban el valle. Llovía durante días, pero el pueblo estaba preparado para ello, hacia años ya se había encargado de ello don Anastasio, el alcalde. El valle se transformaba con tanta agua y se volvía más resplandeciente. Si había que ponerle un pero a tanta lluvia era que impedía durante días el baño refrescante en el rio. Lógicamente había que esperar que menguara en fuerza y volumen su majestuoso caudal.
Para el grupo de amigos, a temprana edad, los días de lluvia encerraban un encanto especial y peculiar. Eran los mejores momentos para hacer planes, para los mejores recuerdos y las más precisas recapacitaciones. No creaban, murmuraban, no actuaban, solo asimilaban proyectos. Largos ratos de charla, todo a media voz, protegidos de la lluvia bajo el techado que tenía el tío Genaro para proteger el heno que comían sus bestias rumiantes. Conclusiones y ensayos de sus vidas y de la vida del valle, que discutían como adultos escuchando el repicar de las gotas de lluvia golpeando la vieja madera que les protegía. Cada uno aportaba lo que sabia y era aprobado por el resto de amigos tajantemente. Era imposible estar más de acuerdo en todo. Debates intensos y sin ninguna mala intención. A pesar de que alguna de las conversaciones podía llegar a ser picante o incluso pecaminosa, la ingenuidad manifiesta, propia de su corta edad, absolvía cualquier pecado sin necesidad de penitencia.
Pero todo esto solo formaba parte del pasado. Una época en la que Abundio aun conservaba intacto su corazón. Indiferente ante lo que sería su futuro sin Alenka. Sin ninguna señal a la vista que le advirtiera lo que sería después una vida monótona y totalmente vacía de contenido.
Exactamente en eso se había convertido Abundio, en un animal de costumbres y con una sola mujer pinchando su corazón. Justamente la mujer equivocada. La mujer imposible, prefería pensar él. Ciego sin poder ver otra mujer, aun teniéndola delante, todas le recordaban a Alenka. Se acercaba mucho a lo que su padre definía como un desecho de persona y lo más triste es que era consciente de serlo. Era tan consciente que agarró la cerveza que había dejado en la barra para poder ayudar a curar la herida de Woody y la apuró de un solo trago. Pidió un licor más fuerte, a sabiendas que no era la solución para sus quebraderos de cabeza, pero que por lo menos le ayudaría a dejar de atormentarse por ellos.
Otro día perdido entre alcohol y tabaco. Callado, meditabundo, hambriento, triste y borracho, muy borracho, aunque no tanto como la noche anterior. Era el momento de la retirada, aun no balbuceaba al hablar o eso creía,  porque en realidad había abierto poco la boca a lo largo del día, como empezaba a ser costumbre en él. Sin decir nada se dirigió hacia la salida para no dar ninguna opción a sus amigos a convencerle para tomar la penúltima copa. Ya en la calle y decidido a irse, escucho como El Gorgo le llamaba.
--¡Abundio, Abundio, espera! Oye que tu primo a tratado de defender tu honor y como esta tan loco le ha metido a Ernesto un cabezazo, por eso yo lo zarandeé y le di dos sopapos.
--¿Mi honor? Vale Gorgo, déjale ya sabes que esta como una regadera.
--No te creas tío, en realidad lo ha hecho porque Ernesto estaba hablando mal de Alenka. Pregúntale cuando no esté tan borracho.
--Que dices, no se acordara de nada, como siempre. Me voy, vigílame al Woody, Gorgo.
--Tranquilo. ¡Ah! La Aurelia era una gran mujer y yo sé lo que querías a tu madre. Lo de los jerséis lo he dicho de broma para ver si podía hacerte sonreír, pero ya veo que no. —Dijo El Gorgo en un arrebato de sinceridad.
Sin contestar, Abundio se volvió a dar la vuelta y camino hacia casa evitando los charcos que había dejado la lluvia, ya inexistente.
Deshizo el camino del bar a casa de la misma manera que lo había hecho, mirando al suelo, casi sin levantar la mirada. No podía aun sentirse orgulloso de un cambio personal, pera era consciente de una mejoría. Abandonaba antes de estar completamente borracho y lo mejor de todo, Ernesto ya no le molestaría más.
Quién sabe, a lo mejor sí que podía conseguir que aquel verano, por fin fuera diferente.

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